Capítulo 1: No estaba sola, pero me sentía elegida
No entré a la aplicación porque estuviera vacía.
Entré porque estaba cansada de sentirme invisible incluso cuando me miraban.
Tenía amigos, palabras, proyectos. Tenía una vida que desde afuera parecía suficiente.
Pero por dentro había una grieta silenciosa: esa que se abre cuando amas profundo en un mundo que ama rápido.
Yo no buscaba sexo.
Buscaba confirmación.
Buscaba que alguien me viera sin pedirme que me encogiera.
La app se llamaba Lúmina. Qué ironía.
Prometía conexiones reales, perfiles con valores, personas que “sabían lo que querían”.
Yo creí que también sabía lo que quería.
Mentí.
Deslicé perfiles como quien hojea libros que no va a leer. Caras, frases vacías, promesas recicladas.
Hasta que apareciste tú.
No eras el más guapo.
No eras el más llamativo.
Pero hablaste de disciplina, de familia, de respeto.
Dijiste palabras que coincidían peligrosamente con las mías.
Y ahí está el truco:
cuando alguien se parece a ti en lo que valoras, bajas la guardia.
No lo ves como amenaza.
Lo ves como hogar.
Militar.
Eso decía tu perfil.
Y yo asocié eso con orden, límites, lealtad.
No pensé en jerarquía.
No pensé en control.
No pensé en silencio aprendido.
Te escribí primero.
Eso ya dice mucho de mí.
La conversación fluyó fácil, demasiado fácil.
Risas, mensajes largos, preguntas correctas.
Nada invasivo.
Nada explícito.
Nada que activara alarmas.
Y eso fue lo más peligroso:
no sentí peligro.
Migramos a Snapchat como si fuera lo más natural del mundo.
“Para hablar mejor”, dijiste.
Yo acepté sin pensar que cada paso lejos del inicio es un paso más difícil de desandar.
Al principio eras atento.
Presente.
Me preguntabas por mi día, por lo que escribía, por mis ideas del amor.
Yo te hablé de libros, de creer, de esperar.
Tú asentías.
Nunca contradecías.
Ahora lo entiendo:
no estabas de acuerdo, estabas observando.
Me sentí elegida.
No deseada.
Elegida.
Y esa diferencia importa.
Porque el deseo te toma el cuerpo,
pero la elección te toma el alma.
La primera vez que pediste una foto fue casi casual.
Un comentario envuelto en broma.
Nada explícito.
Nada sucio.
Mi cuerpo reaccionó antes que mi cabeza.
Se tensó.
Algo dentro de mí dijo no, pero no gritó.
Susurró.
Y los susurros se ignoran fácil cuando quieres que algo sea verdad.
Pensé: no es para eso que estoy aquí.
Pensé: si cedo, algo se rompe.
Pensé: si no cedo, quizá me deje.
Y ahí está el punto exacto donde me perdí:
cuando mi miedo a perderte fue más fuerte que mi deseo de respetarme.
La envié.
No sentí placer.
No sentí excitación.
Sentí exposición.
Como si me hubiera quitado una capa de piel que no estaba lista para entregar.
Miré la pantalla esperando algo que justificara lo que acababa de hacer.
Un gesto.
Una palabra.
Una confirmación.
Llegó…
pero no como yo la necesitaba.
Dijiste que te gustó.
Que eras humano.
Que no tenía nada de malo.
Y eso me confundió más que cualquier insulto.
Porque no me atacaste.
Me normalizaste.
Después vino el silencio.
No largo.
No evidente.
Pero suficiente para que mi mente empezara a trabajar en mi contra.
Tal vez exagero.
Tal vez así funcionan las cosas.
Tal vez soy demasiado intensa.
Cuando volviste, lo hiciste con palabras suaves.
Migajas bien colocadas.
Lo justo para que no me fuera,
lo justo para que no preguntara demasiado.
Ahí empezó el entrenamiento.
Aprendí que después de dar, venía un poco de cariño.
Aprendí que si dudaba, desaparecías.
Aprendí que mi cuerpo era el peaje para acceder a tu atención.
Y lo más perverso:
aprendí a justificarlo.
Me dije que era virtual.
Que no era real.
Que no estaba traicionando a nadie.
Mentí.
Me estaba traicionando a mí.
Cada vez que enviaba algo, algo dentro de mí se encogía.
No lo llamé dolor.
Lo llamé incomodidad.
Como si cambiarle el nombre lo hiciera menos grave.
Después de cada envío venía el mismo ritual:
mi corazón pesado,
mi estómago revuelto,
y tú… calmándome solo lo suficiente para que volviera a hacerlo.
No eras cruel.
Y eso es lo que más duele.
Eras funcional.
Yo, que escribía sobre amor, estaba aprendiendo una nueva lengua:
la del afecto condicionado.
Todavía no sabía que el deseo intermitente crea adicción.
Todavía no sabía que la ausencia estratégica es una forma de poder.
Todavía no sabía que algunos hombres no buscan mujeres,
buscan espejos que se rompan sin hacer ruido.
Esa noche cerré la app y me quedé mirando el techo.
No lloré.
No me sentí víctima.
Me sentí confundida.
Y la confusión es el terreno perfecto para perderse.
Si alguien me hubiera preguntado en ese momento si estaba bien,
habría dicho que sí.
Pero mi cuerpo ya sabía la verdad:
acababa de cruzar una línea que me costaría volver a encontrar.
Y aun así…
al día siguiente, cuando tu nombre volvió a aparecer en la pantalla,
sonreí.
Porque no estaba sola.
Me sentía elegida.
Y eso, ahora lo sé,
fue el principio de todo.
---. 🖤