Mil años más

Capítulo XV

Capítulo XV:

Donde cruzamos el Atlántico para una última despedida:

Nueva York. Domingo, 3 de marzo de 1996. Día tres, 9:30 am (Hora de Estados Unidos).

Dean había tenido una carrera envidiable. En cuatro años, había hecho cerca de quince películas, las cuales todas habían recibido nominaciones de cómo mínimo tres premios diferentes (y de los cuales había ganado la gran mayoría). En la banda no era diferente, sus cuatro discos convirtiéndose en los primeros en alcanzar el número uno por un año completo, interrumpido sólo por la llegada del álbum siguiente.

Pero en sus inicios, no todo había sido color de rosa.

Cuando había llegado por primera vez a Nueva York, Dean acababa de cumplir los dieciocho años. Había huido de casa, subiéndose al primer bus que había conseguido más allá de su comunidad, y sus posesiones se resumían en un par de camisetas usadas y quince dólares, lo cual no pagaba ni el más mugriento de los moteles de la gran ciudad, y apenas y servía para conseguir comida.

Por tales razones fue que pasó la primera noche (y casi toda su primera semana) durmiendo en un banco del Central Park, en invierno, con un vago barbudo de cordura cuestionable como única compañía. El hombre no le había dirigido la palabra hasta bien entrada la noche, cuando la “fogata” que había encendido en el pote de la basura comenzaba a apagarse.

“Déjame adivinar” dijo, su voz parecida a un gruñido “Quieres ser famoso.”

Dean no había dicho nada, pero su silencio había sido respuesta suficiente, y el hombre había reído con crueldad, caminando hacia el chico, que se preguntó seriamente si era momento de buscar otro banco para dormir.

Sus ojos azules se clavaron en él, y se dio cuenta que no podía moverse. Luego de un rato, el vago negó con la cabeza, alejándose nuevamente, y se acostó en el banco de enfrente, cubriéndose con los periódicos que había protegido todo el día como si de lingotes de oro se trataran.

“Vuelve por donde viniste, chico. Te comerán vivo allá afuera.”

Era algo que jamás comentaba en las entrevistas, y de lo que Lucas sólo se había enterado años después de conocerlo. Algo que incluso Dean Gray, que no conocía la palabra discreción, consideraba que era demasiado personal para divulgar.

E increíblemente cierto.

Entonces, frente a las tumbas aun sin cubrir de sus mejores amigos, se dijo que esa misma noche, casi cinco años atrás, Dean Gray había sellado su destino sin darse cuenta.

Y con el suyo, el de Leo y Cole.

¿Está de verdad escrito nuestro destino? ¿Era todo suceso inevitable, o habrían cambiado las cosas si las palabras de aquel desconocido lo hubieran espantado y hubiera tomado el autobús de regreso a Pensilvania? ¿Estaría en ese momento frente a la tumba de otra persona, otra que hubiera tomado el lugar de Dean, o por el contrario los cuatro no se hubieran conocido nunca?

¿Estaba escrito que él sobreviviría, o su supervivencia se debía sólo a una cadena de sucesos completamente diferentes? Quizás él estaba destinado a hacer algo más. Tenía que estarlo, no podía haber sobrevivido simplemente por suerte, porque dos vampiros entraran a la habitación en el momento justo para evitar que otro vampiro lo matara.

Las lágrimas ardieron en sus ojos, la idea de que fuera así golpeándolo con mayor fuerza que antes. ¿Debería estar allí, debería haber muerto también? ¿Era justo para sus amigos que él hubiera sobrevivido y ellos no? ¿Qué siguiera siendo un inútil por el resto de su vida, mientras ellos estaban destinados a cosas más grandes que jamás podrían cumplir? ¿Era justo para Dean, que había abandonado a su familia y pasado hambre y frío para lograr llegar a donde había llegado? ¿Para Cole, que ni siquiera había querido ser cantante, y los había seguido sólo porque Leo se lo había pedido? ¿Era justo para Leo, que había aceptado felizmente vivir bajo la sombra de todo el mundo, que había seguido el sueño de otras personas y se había asegurado de que lo cumplieran?

¿Y para Daniela, que no volvería a ver a sus hermanos?

Quizá hubiera sido mejor de haber sido otro y no él, mejor para ella, para los demás. Quizá esa persona sí habría sabido qué hacer para marcar la diferencia…

Sintió que una mano apretaba la suya, sobresaltándolo. Daniela sonrió, y dio otro apretón a su mano, como diciéndole que dejara de pensar en esas cosas.




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