Cuando mi hermana Polina se casó, solía compartir con ella mis sabios consejos sobre el matrimonio perfecto. Pero ella es una testaruda, no entiende que para mantener un clima familiar cómodo a veces hay que ceder. Yo hice exactamente lo que recomiendan esos libros de psicología tan inteligentes: le di a mi marido la oportunidad de desarrollarse.
—Qué tonta eres —dictaminó mi hermanita cuando se enteró de nuestra mudanza—. Habría sido mejor que vivieras sola esos meses; al menos nadie te pondría de los nervios.
—No estoy lista para separarme de Yehor tanto tiempo.
—Es que llevas muy poco casada. Ya verás, en unos años vas a soñar con que se vaya, aunque sea por unos días.
—Con esa mentalidad, debiste casarte con un marinero.
—Quise hacerlo, pero me quedé embarazada del que no era...
—Eres la esposa ideal, sin duda.
—Y tú una niñita que idealiza a su marido.
Tuve ganas de discutir, pero me contuve. Ya veremos qué dirá cuando mi Yehor se convierta en director de una fábrica farmacéutica. Su Andrii sigue cargando cajas en un almacén de verduras, y ni idea de cómo van a sobrevivir cuando se acaben las ayudas por el niño. En cambio, mi marido tiene ambición, quiere avanzar. Y vamos, un par de meses con mi suegra es un precio ridículo por el éxito de mi amado.
Además, quién sabe. Tal vez Tamara Petrivna y yo realmente nos hagamos amigas. Nos acostumbremos tanto la una a la otra que ni queramos separarnos. Al fin y al cabo, ahora es mi segunda madre… Aunque, claro, durante la boda esa “madre” recalcó varias veces que nos habíamos apresurado al casarnos y que, aunque aceptaba la decisión de su hijo, no estaba del todo de acuerdo con ella. En fin, ahora tendrá la oportunidad de comprobar qué suerte ha tenido con su nuera.
No había marcha atrás. Dispuesta a pensar en positivo, empecé a hacer las maletas. Metí shorts, vestidos ligeros —por si se daba la ocasión de sacarme fotos entre flores silvestres— y mi neceser de maquillaje.
Encima añadí unas velas aromáticas y un conjunto de lencería bonita: pueblo o no, nadie iba a cancelar la dosis de romanticismo con mi marido. Al contrario, el aire fresco, la comida orgánica y la armonía campestre podían ser el mejor afrodisíaco.
Solo había estado en Kumanivtsi una vez, después de que Yehor me pidiera matrimonio. Normalmente son los padres del chico quienes van a pedir la mano de la novia, pero Tamara Petrivna estaba demasiado ocupada con sus asuntos domésticos y no podía dejar la casa para ir a Vinnytsia. Al final, todos intercambiamos los papeles. La presentación de las futuras familias fue, digamos… bastante contenida. A mis padres les preocupaba más el aspecto financiero de la boda —aún no habían terminado de pagar el crédito por la celebración de Polina—, mientras que Tamara Petrivna se angustiaba porque su hijo era demasiado joven para casarse. Ajá, claro… apenas treinta añitos.
Yehor echó un vistazo a la maleta.
—¿De verdad crees que vas a necesitar toda esa ropa? En Kumanivtsi no hay ni restaurantes ni cafeterías. Como mucho, en verano venden cerveza de barril junto a la tienda.
—Perfecto. Tomaré cerveza vestida de gala.
—Todos los hombres me envidiarán.
—Y a mí, las mujeres —me reí.
—Lo dudo… Para los del pueblo sigo siendo el mismo chiquillo descalzo que montaba en una cabra.
—¿Qué? —creí haber oído mal—. ¿Para qué?
—Da igual, una chica de ciudad no lo entendería.
Ay, ya conozco esos chistes sobre cómo los niños de ciudad crecen entre algodones y no saben nada de la vida real. Pero, para que lo sepas, mientras Yehor montaba cabras, yo hacía ballet. Incluso me auguraban un gran futuro… Hasta que, siendo adolescente, decidí que toda esa bohemia no era lo mío. Colgué las puntas sobre el armario y, en señal de protesta, me hice mi primer tatuaje.
—¿No quieres pasar la última noche en la ciudad? —me propuso Yehor—. Seguro que la vas a echar de menos en Kumanivtsi. Podemos salir a pasear, tomar un café o pedir sushi… Créeme, pronto lo único que verás será carpas del río.
—Bah, tonterías. Puedo vivir sin lujos —mentí.
Y justo cuando abrí la boca para decir: “Mejor pasemos la noche tú y yo solos”, Yehor soltó:
—Entonces reuniré a los chicos del trabajo y celebraremos mi ascenso. Perfecto. —Me dio un beso en la mejilla—. No te pongas triste, ¿vale?
Un poco decepcionante, claro. Pero no había nada que hacer. A fin de cuentas, un hombre necesita su propio espacio. Además, pensaba que en el pueblo no tendría adónde ir, así que podríamos pasar más tiempo juntos.
Sí, tienes razón. Me equivoqué mucho. No se puede confiar la felicidad conyugal a psicólogos extranjeros ni a blogueros de TikTok. Hay que pensar con la propia cabeza, decir lo que sientes y lo que te preocupa, en lugar de fingir que eres la esposa perfecta. Pero, lamentablemente, eso lo entendí demasiado tarde.
Así que pasé la última noche de mi vida normal viendo una película romántica y terminando los dátiles que habíamos traído de la luna de miel. Estaba de mal humor, presentía con todo mi ser que se avecinaban tiempos difíciles. Si no fuera por mi innato optimismo —ese que a veces me impide ver las cosas con claridad—, te juro que habría cancelado el viaje a ese maldito Kumanivtsi.
Yehor volvió cuando yo ya dormía. Se metió en la cama con cuidado y enseguida se quedó dormido, recuperando fuerzas antes del viaje hacia nuestra nueva vida.