Nota de contenido: Este relato ocurre, antes de los acontecimientos del libro, LA FUNDACIÓN DE LAS ERAS, 1000 años antes. Es por su parte un relato, independiente pero al mismo tiempo relacionado con el mismo, pues tocará un poco más a la antagonista del mismo libro. Y cómo fue que se transformó, en lo que después se conocería con el Terrible nombre de Sylvary, o mejor conocido como hada oscura. Es por su parte uno de los tantos relatos que ocurre dentro del universo de sangre de dioses y Reyes, y que va a tener su relevancia en ciertas obras, que más adelante estaré también publicando. En cuanto lo concerniente a otros libros que estoy dejando allí, no es que sea independientes cada uno de ellos va a tener su vínculo y su historia. Y cada uno de ellos, va a tener su colindancia y preponderancia en ciertas partes de la misma. Pues tal y como se verá cada uno de estas historias tiene una relación, increíblemente ínfima en cada uno de sus entramados.
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El mundo no recordaba lo que era una estación; sólo el largo, interminable invierno. Ocho mil años de granizo como espinas caian, de cielos que crujían al amanecer, de ríos detenidos en un latido de vidrio. En ese mundo empalidecido, Minerva Aleteyah —la de las alas de cobalto— descendió al Sur. Ahí, en una de las Coaliciones tribales... Ahí, donde centurias más delante sería conocido como una de las muchas provincias de Rudalen, y que en la actualidad, solo eran tribus dispersas que luchaban por sobrevivir a una era de hielo brutal. Una era, que había Sido generada, tras una guerra terrible que había terminado por mermar lo bello de aquel planeta.
Elegir aquel lugar, fue un acto político y un gesto de compasión. El Sur no era un reino sino una coalición de tribus humanas; en aquella región que ella había elegido, estaban los Vardones de las dunas congeladas, los Maruk de los abedules inclinados, Los Hadr-Il--- que según se decía pertenecían, a una antigua casta noble caída en la Era de los 12 monarcas, nobles que habían caído a rango de tribus y barbaros tribales---, con sus chozas de cuerdas negras, y los Senn, que contaban los años por grietas del hielo. Se reunían en un anfiteatro de roca llamado Vastyr, donde se veían, al fondo del cielo, columnas distantes de auroras como ejes de un reloj ancestral.
—Puedo darles tiempo —habia dicho Minerva—. No trigo ni fuego. Tiempo.
Los ancianos habían oído historias de los fae que tomaban diez cosas por cada una que daban. Y aun así, asintieron. Porque el frío hace dóciles incluso a los orgullosos. Pero Aleteyah, no había pedido nada cambio, lo único que quería era ayudar.
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La magia de Minerva Aleteyah no era de hogueras, sino de desfase. Erigió anillos de cronolumbre alrededor de los asentamientos: círculos del grosor de una mano, forjados con resina azul y palabras contadas en silencio. Dentro de cada anillo, ralentizó el desorden: la entropía se movía como un animal cansado y el calor no escapaba tan rápido.
En los graneros cavó fosas de latencia, donde las semillas dormían con un sueño que no gastaba cuerpo. Sobre los techos dibujó runas de eco: devolvían a las paredes una parte de su propio calor, como espejos discretos. En los caminos plantó árboles-horarios —troncos cristalinos que marcaban el pulso de la estación fingida— para que los recolectores supieran cuánto de la falsa primavera les quedaba antes de que el viento quisiera cobrárselo.
No fue milagro ni caridad simple. Fue pacto: protección por obediencia a ciertas reglas. “No toquen hierro sin mi voz. No profanen los anillos. No me pregunten mi nombre verdadero.” Los humanos aceptaron. El hielo, por primera vez en milenios, cedió una rendija.
Y todo fue bien, hasta que Laskeruth, apareció.... Y todo cambio.
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Laskeruth apareció un día como aparecen las decisiones: después de muchos pequeños pasos que nadie cree estar dando. Era un cartógrafo, cazador de rutas; llevaba un cuaderno forrado con piel de pez glaciar y escribía con tinta cocida en aceite. No miró a Minerva como a un prodigio: la miró como a un interlocutor. Fue una audacia y una cortesía a la vez.
—Si mueves el tiempo, ¿también mueves el peso de lo que recordamos? —Preguntó un día de los muchos que llevaban conociendose, humedeciendo la tinta con aliento. La pregunta había sido por una curiosidad extraña, una de esas que había tenido su relevancia y con la instancia, con las cosas que Minerva hacía.
—No. Sólo corro la cortina para que bailen unos minutos más —respondió ella, en referencia al clima que ella podía hacer llegar, en pequeños intervalos tiempo.
Fue así, como aquel humano le mostró el mapa de las gargantas heladas. Laskeruth había trazado los valles de eco, aquellas hendiduras donde el viento repetía su propio sonido y podía confundirse con un gruñido. Minerva se inclinó, tocó el papel y dejó un brillo pálido en los bordes. El mapa respondió con líneas nuevas: caminos que no existían todavía pero que existirían si la aldea resistía hasta la primera deshielada.
Ese día no se dijeron mucho. Sin embargo, el cuaderno cambió de dueño al despedirse: Minerva lo retuvo para “corregir escalas del invierno”, y Laskeruth aceptó como quien entrega algo más que un objeto. Desde entonces se encontraron en un claro azul, una burbuja templada en el corazón del bosque de agujas, donde los copos caían más despacio, como si tuvieran piedad.
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Fue así, como el tiempo transcurrio, pero Minerva no gobernó como reina. Arbitró. Puso a los Vardones a enseñar carpintería de hielo a los Maruk; hizo que los Senn compartieran su medicina de hongos con los Hadr-Il; castigó a los ladrones con trabajo dentro de los anillos, no con destierro; habló a los niños de cronojardines, donde cada planta crecía al ritmo que le convenía, no al que imponía la necesidad.