Minerva Aleteyah: El Hada Del Tiempo.

Parte II: La Gramática de la Brujería.

Fue entonces que en el décimo octavo día, cuando la reclusión parecía ser su condena, que se enteró de algo. De algo que en sí, forjaría su camino terrible y monstruoso. Uno que la transformaría en una de las potencias mundiales más terribles del aquel mundo. Y, que en si, la convertiría en una amenaza al nivel de los 12 grandes monarcas o más aún, a nivel del Terrible Galpharion, quien, según los mitos que Aleteyah hubiera escuchado por parte de los humanos, había descendido del cielo, en un barco enorme de Hierro y fuego, y que habia iniciado la terrible guerra de la llama súbita, que acabó con el mundo antiguo.

La noticia que la convertiría en el mostruo que después conoceríamos, le llegó como llegan las verdades que nadie quiere escuchar: en voz ajena, sin ceremonia. Dos guardias discutían fuera de su celda de hierro, al calor de un brasero que chisporroteaba como si también quisiera escuchar. El primero, con la torpeza satisfecha del que siente que ha ascendido en la cadena del mundo, dijo:

—Sabes, he oído que el hombre que vendió a esa Hada, recibió ocho dravines de oro macizo. Ocho, te lo imaginas. Con eso se podría retirar rutas y barcos cuando el hielo se retire. Además, si te fijas, el cielo ya está empezando a despejarse. Eso significa que la Primavera de aproxima.

El segundo carraspeó, algo incómodo:

—Que no te oigan los Senn, no les gusta el precio de las personas.

—Bah —rió el otro—. A mí que me vendan por ocho dravines. Con eso doy la vuelta a tres mares.

El resto de los hombres echaron a reír.

El brasero lanzó una chispa.

Minerva, por su parte, bajo la red que le arrancaba matices a la magia, supo que aquel cartógrafo el que se refería a que el hombre, era Laskeruth. El vínculo secreto que había tejido en la noche de auroras se tensó como cuerda húmeda y, por un instante, pareció querer sonar con una música que ya no existía. No sonó. Fue peor: se aflojó, como si algo en su pecho se hubiera estremecido de forma terrible. Y en ese descuido del hilo, ella vio la sombra de unos lingotes brillando sobre una mesa ajena, oyó la risita de un mercader del Norte, olió el cuero nuevo de un cuaderno reemplazado y un puerto aún por construirse. No era una visión completa; era el eco que deja el amor cuando choca contra una puerta cerrada.

El golpe la partió a la mitad, y luego en mil piezas. No gritó. Lloró con esa clase de llanto en el que el cuerpo no hace ruido y, sin embargo, todo lo que lo sostiene tiembla. Las alas, entumidas por los anillos de hierro, se le plegaron más por vergüenza que por frío. Pensó en su propia torpeza: ella, que había enseñado a un pueblo a administrar el tiempo como un bien público, no supo administrar el suyo. Amó como aman los suyos —con todo el mapa— a quien amaba con rutas por abrir.

Fue en ese llanto cuando el poder oculto que le rondaba como un animal desconfiado dejó de esconderse. La sombra que había olfateado en noches anteriores, se volvieron en palabras que no eran canto sino torsión, se acercó a su respiración. No le ofreció consuelo. Le ofreció gramática. Algo que ella aún desconocía, pero que empezaba a comprender: Brujería.

La brujería no era un conjunto de trucos ni un catálogo de hierbas; era un idioma que el mundo entiende a regañadientes. La hechicería sugeria, negociaba y firmaba pactos. La brujería declaraba, enunciaba y ordenaba. Donde un hechicero pide al fuego que recuerde su impulso, el brujo enuncia: Arde como si te hubieran quitado algo. Y el fuego, ofendido.... Obedece. Era similar a una especie de esclavitud, pero forzosa

Minerva entendió su primer verbo al tocar, con la frente, el lomo rugoso de la roca que hacía de muro. La piedra respondió con un latido seco: Fijar. El hierro, más que un metal, era una negación de verbos: negaba Mover, negaba Diferir y negaba Desdoblar. Para escapar de él no bastaba pedir: había que invertir su negación. Si el hierro decía Aquí con todas sus letras, la brujería debía escribir encima: Aquí, pero en otra forma. No romper la palabra, sino darle una declinación absurda.

Aprendió el sujeto de sus frases: su propia voluntad, encendida por la herida, recibida por una verdad que hubiera sido mejor no escuchar. La brujería usaba sujetos cansados y verbos rencorosos, eso poco a poco lo estaba descubriendo. Todo le repugnó a Minerva, porque su pueblo desconfiaba de los idiomas que nacen del dolor. Sin embargo, el dolor es también una luz... Una Luz extraña y terrible. Y esa luz le mostró objetos: el brasero, la sombra de los barrotes sobre el suelo, la respiración del guardia que se acercaba con la misma exigencia de todas las noches. Tener sexo con ella.

Hasta que un día, uno de los guardias uno que, en cierta medida le gustaba regodearse en el sexo con el hada, como si de una rutina se tratara, ingresó como siempre en su celda, le indico que se desnudara y se colocará en cuatro cuando siempre hacia. Fue en ese instante, cuando Aleteyah, vio su oportunidad. Le dejó hacer al hombre, le dejó reinventarse en su inmundicia, le dejó acercarse poco a poco a ese contacto íntimo, y terrible que es la violación. Y cuando menos lo espero, cuando el hombre la cambió de posición, lo miró directamente a los ojos, y sin saber lo que estaba sucediendo El guardia cayó en la trampa. Los Iris del Hada de abrieron de un modo anormal, casi extraño, como si esta última se estuviera metiendo en su mente.

El idioma de la Brujería, pidió complementos: un foco (los ojos del hombre), una puerta (el hueco que deja el parpadeo) y un tiempo gramatical impropio: un pretérito detenido.

Elevó la vista. El guardia alzó la barbilla con algo sorprendido. Aquella brujería exigia contacto; los viejos dicen que por los ojos entra cualquier cosa que se parezca a la verdad. Minerva sin saberlo, había estado despertando un antiguo poder, que entre las suyas, llamaban el segundo iris: no era un órgano, sino una ventana que se abre por detrás de la mirada cuando el dolor encuentra un lugar donde apoyarse. La mirada del hombre chocó con la suya. En ese choque, el vínculo simpático que antes unía su latido al de Laskeruth viró: se invirtió. No buscó afinidad; buscó contradicción. Un vínculo mental.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.