El príncipe persa llamado: Saeed, desde niño odiaba grandemente a todos los babilonios, por eso cuando murió su padre, lo primero que hizo como rey de Persia fue cortar toda alianza con Babilonia, y no le bastó con eso, pues le declaró la guerra al gran y poderoso imperio babilónico, fueron varios años llenos de zozobra a causa de las numerosas batallas, el odio de Saeed era tan grande, que no le importó sacrificar muchas vidas y riquezas para mantener la guerra, sin embargo no logró hacer daños importantes a Babilonia, lejos de rendirse, el gobernador persa hizo alianza con el otro enemigo de Babilonia: Egipto, durante meses el faraón dio todo tipo de ayuda a los persas.
Al pasar el tiempo faraón no veía resultados positivos, por ende decidió no sacrificar más a su propio pueblo, por lo que abandonó la alianza con Persia, el príncipe Saeed por fin empezó a escuchar su conciencia, miraba como su pueblo perecía cada vez más, el ejército persa pronto acabaría extinguiéndose por completo, mientras el resto del pueblo persa gemía por agua y comida, él quiso arrepentirse, pero… ¡temía grandemente por su vida! pues si se rendía Babilonia lo apresaría.
En una tarde meditando sobre lo anterior estaba Saeed sobre la terraza de su palacio, la cual tenía varias fuentes rebalsadas de agua y jardines ostentosos, caminaba como era habitual con una capa de lino fino, mientras bebía vino tinto en una copa dorada, veía desde la altura a las paupérrimas casas persas, cuando de pronto… sintió en su espalda el metal de la espada que lo atravesó por completo, era su capitán de la guardia personal, el cual se confabuló con el general del ejército, los consejeros y demás soldados, todos ellos lo planearon para evitar el deceso de otros miles de inocentes.