Me acuerdo que él lucía bastante delgado, tenía una escandalosa tos y un poderoso mal aliento perceptibles desde lejos, los pocos dientes que poseía estaban desgastados y amarillentos, ya no había un tan solo pelo en su blanca cabeza, cuando corría o hacía un esfuerzo físico respiraba con dificultad; pero nos decía imbéciles a todos aquellos que le aconsejábamos a que dejara el vicio, pues para él los cigarros eran un invento excepcional, él perfectamente podía estar sin comida o sin dinero, pero nunca podía dejar de portar la desgraciada caja de cigarrillos “mentolados”, la cual con orgullo ante la mirada de los demás sacaba del bolsillo, para fumar lo hacía siempre sonriendo y, de la boca exhalaba lentamente varios círculos de humo, para después presumir un encendedor caro y tirar cenizas al piso, de esa forma se fumaba una cajetilla entera cada día, en fin, era muy penoso verlo así.
Un día amaneció muriéndose por no poder respirar, de inmediato lo llevé al hospital más cercano, la impactante radiografía mostró en su pulmón izquierdo un enorme tumor, una desgracia que a los cuarenta y ocho años le diagnosticaron cáncer pulmonar, ¡demasiado necio fuiste tío!, en lugar de abandonar el mal hábito seguiste en lo mismo, una pena que mi último recuerdo de él fue verlo en calzoncillo en su cuarto, con la cara pálida veía el suelo, a su alrededor había botellas vacías de sodas dietéticas, cuando le pregunté qué hacía, sacó un cigarro con filtro que escondía en su calzoncillo , despacio me respondió con una voz débil lo siguiente:
-Amar el dolor… es de las peores estupideces humanas.