Prologo
Perdidas las colonias norteamericanas y su mercado, los británicos necesitan desesperadamente una salida para su producción. El exceso de productos manufacturados fue uno de los principales motores en la creación del nuevo imperio Británico, África, India, Indochina sentirían el peso de las casacas rojas., ya sea por la conquista de territorios independientes o el desalojo de los colonos de otras potencias, fundamentalmente Holandeses.
Dentro de esta marea roja lo que hoy conocemos como Latinoamérica no quedo a salvo. Las colonias españolas eran muy tentadoras y, hasta que aprendieron que una libra esterlina era mucho más efectiva que una bayoneta, hicieron varios intentos armados de ocupación.
Uno de los intentos más significativos, a decir verdad 2, tuvo lugar en una de las capitales coloniales más alejadas y, presumiblemente, menos protegida, que, además estaba abierta al atlántico sur, lo que la hacía estratégicamente importante.
Por su puesto, había plazas mucho más ricas, pero ¿a quién se le ocurriría, por ejemplo, atacar Lima, base del poderoso virreinato del Perú? Ya sabían lo que había sido tratar de conquistar Cartagena de Indias y lo que hombres decididos, con un buen capitán como el llamado “medio hombre”, podían hacerle a la flota de su majestad.
Algo característico de los Británicos de esa época parecía ser su capacidad de aprender de los errores, lo que habla muy bien de los Ingleses de esos tiempos, por lo tanto, descartados los grandes centros coloniales los periféricos se imponían para intentarlo de nuevo, y ¿Qué mejor que Buenos Aires? Los comerciantes ingleses y los comerciantes que se enriquecían con el contrabando de los productos que ellos traían, así lo aconsejaban, a parte de la “casual” presencia de la flota Británica ahí no más, en la colonia del Cabo, en Sud África. Los primeros tiempos parecieron darles la razón, sobre todo cuando un tal Willam Carr Beresford, al mando de tropas recientemente desembarcadas, hizo la “Union Jack” en el fuerte de Buenos Aires.
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Parte 1 de 8
La vela brillaba mortecina en el candelabro, consumiendo sus últimos restos en una titilante danza de luces y sombras.
Iluminados por ella dedos entintados movían la pluma que rasgaba incesantemente el papel. Los ojos cansados, la pesadez de la hora confundiendo las ideas, mesclando las palabras, era hora de ir terminando, mañana seria otro día y Morfeo requería se atiendan sus lamentos.
Un cabeceo, una despertada. El té ya estaba frio. Se calzo las pantuflas, y se incorporo de la silla, fue entonces que lo noto, ahí en esa pared desnuda, tras la cual se encontraba su cama, había ahora una puerta distinta al lado de la que normalmente usaba para ir y venir, una que nunca antes había estado ahí, estaba seguro. Instintivamente tomo un abre cartas, era lo único que tenía a mano por si era necesario defenderse, por experiencia sabia que de esas puertas podía salir cualquier cosa.
Guardo silencio, expectante, hasta que de pronto se escucho como el ruido de un cerrojo que se corre y como alguien forcejeaba con la puerta, que se resistía a ser abierta, hasta que se abrió. Por ella apareció un hombre extraño con un fanal en la mano.
Fue lo primero que escucho decir a la persona que entraba por ella, esta, pasado el desagrado que le había causado la lucha con la puerta, reparo en él, se quedo quieto unos segundos, mirando el abre cartas que tenía en la mano y sonrió discretamente, tan solo el facón que sobresalía de por atrás de su cintura era suficiente para vérselas ventajosamente con aquel juguete, si fuera necesario.
Javier no le quitaba los ojos de encima, desconfiado. Así que ese hombre sabía leer, por su aspecto era toda una novedad.