Parte 7 de 8
Cabalgaron hasta unas chacras cerca de Perdriel, arriando unas vacas para disimular. Al llegar encontraron varios hombres ya reunidos bajo el mando de don Juan Martin de Pueyrredón, que respondía a don Martin de Alzaga, el rico comerciante español que financiaba los gastos.
Aunque el oficial no sabía bien que era eso de “tercios”, había sido avisado de la llegada del grupo. Un capitán era un capitán y oficiales veteranos era lo que faltaba, por lo tanto no solo eran bienvenidos si no que hasta ya tenían asignada tarea.
El sargento se cuadro y saludo, no muy gallardamente, pero algo era algo.
Los llevo donde un grupo cargaba y disparaba mosquetes. Ya casi antes de desensillar Alonso estaba asumiendo el papel de mando, ordenando posiciones, e instruyendo.
Al caer la noche, cansado pero feliz, estaba encantado con “sus hombres”, que ya eran “sus hombres” aunque solo había estado con ellos un día. Era asombroso como esos mozos, hasta ayer no más simples boyeros, peones o dependientes, aprendían a cargar y disparar los mosquetes, como si fueran verdaderos profesionales.
En el rancho, se sentó junto a otros oficiales a compartir la cena. Todos estaban de buen humor, había excitación, se olía la inminencia de la batalla y la algarabía, aparte de ahuyentar el miedo de los bisoños, levantaba la moral del conjunto.
Entre brindis y risas corrían las anécdotas, en las cuales Alonso era arto versado. Pero no eran todos relatos de aventuras, la política también era tema, como no podía ser de otra manera en esos tiempos.
A poco de escuchar se notaba que, si bien había consenso en cuanto a la necesidad de echar a los británicos, a la hora de hablar del rey la cosa era distinta.
En general todos se sentían parte de esa España grande que tantas glorias había sabido conquistar, pero la gran bronca era que no se los reconocía como tales, que cualquier recién llegado de la península tenía más voz que el más venerable de los locales.
La charla continuo, había un descontento general con los funcionarios del rey…y, por extensión, también con el rey.
A la mañana siguiente siguieron los entrenamientos, se sabía que un grupo de casacas rojas se aventuraría por allí y estaban ansiosos de mostrar la valía de los hombres de aquí.
En un descanso, contemplándolos con orgullo, Alonso se paro sobre los estribos y, mirando el campo, dijo a quien le acompañaba. “que buenos vasallos serian si buen señor tuvieran”
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Javier interrumpió la lectura unos segundos. ¡Qué tipo ese Alonso! Si en boca de alguien podía haberse puesto esa frase, que no fuese en el Cid, era justo en él, se dijo a si mismo satisfecho.
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El decorado y la iluminación del local habían sido preparados con todo esmero, para impresionar a los invitados, ya que el escaso número de tropas requería de toda la buena voluntad posible, y el boato y la ostentación podían ayudar.
La música sonaba agradable, con los sonidos de moda en el viejo continente, nuevos por estos lares.
Amelia y Julián presentaron las invitaciones y fueron anunciados al ingresar.
No más anunciado su nombre, Amelia recibió el saludo del oficial con que habían viajado desde Lujan. Julián, discretamente, saludo al soldado y se retiro a tratar de confraternizar con los invitados, no sin cierta mirada de reproche de parte de ella, que, si bien no temía y lo asumía como parte del deber, no disfrutaba con la idea de pasar toda la velada con el Inglés.
Al azar se mesclo, como pudo, en los distintos corrillos, donde, más o menos cortésmente, todos lo admitían a participar de charlas intrascendentes, como era lógico, pues era un forastero, sin lugar a dudas. Cautamente él escuchaba, decía alguna que otra palabra de ocasión y, con la sobreentendida escusa de saludar a todo el mundo, se desplazaba hacia otro grupo.
Como corresponde, pasada la hora y el consumo de bebidas, la confianza permitió soltar algunas lenguas aun en su presencia.