Ministerio del Tiempo - cinco libros apocrifos

Tiempo de Navidad – 1605 – puertas por un Tiempo - parte 1 de 8

Parte 1 de 8

Ese año la estación había sido particularmente lluviosa y los cursos de agua estaban todos desbordados dificultando el avance.

Entre la algarabía natural de la selva se sentía, como música de fondo, el bramido sordo y profundo del Iguazú

Los hombres avanzaban con cautela acechando, los unos con flechas emponzoñadas ya colocadas en arcos tensados, los otros con los arcabuces y las ballestas amartilladas.

Unos hombres cazando animales, otros cazando hombres y animales asechándolos ambos.

La niña acompañaba, como de costumbre, a las mujeres de la tribu a recolectar frutos, mientras los hombres buscaban aves y otros bichos, al tiempo que vigilaban y cuidaban a las mujeres. El grupo no era grande, no más de 10 o 12 individuos, vivían en la zona desde hacía poco tiempo, no más que los años de vida de la niña. Habían llegado huyendo de los cazadores que los perseguían para esclavizarlos, buscando la protección de las misiones, pero aun esta no eran seguras, en esas selvas tan lejanas y apartadas, la ley era la de la selva, el más fuerte gana y el débil pierde.

Ella había sido afortunada, había tenido, dentro de lo posible, una niñez tranquila. En lo que llevaba de vida nadie había saqueado su aldea, ni incendiado su casa, ni violado a su madre, ni matado a hermanos o tíos. Todas las noches tenía un catre en el cual dormir, y un plato de comida para cenar. Durante el día ayudaba en las tareas de la casa y en la capilla de la misión, donde le enseñaban el catecismo y le hablaban de ese hombre que había dado su vida por todos, y de su madre amorosa que lo vio morir en la cruz.

A ella siempre le entristecía esa historia, sentía profundamente el dolor de la madre ante la muerte del hijo, como solía sufrir la abuela cuando recordaba a su padre, hijo de ella, que había muerto protegiendo la huida de la tribu.

Ella no llego a verlo nunca, cuando nació él hacía ya cuatro meses había muerto, pero le conocía muy bien, por los relatos de quienes lo conocieron. El guerrero más fuerte e inteligente de la tribu, el mejor cazador, el que traía las presas más grandes, el que hacia los viajes más largos. Había sido él el primero en ver a los hombres cubiertos de metal que venían bajando de las sierras, desde el norte. Había sido él quien más fieramente los había combatido y había sido él quien sufriera en carne propia la traición de los suyos, de quienes, por envidia y odio habían preferido aliarse con los enemigos, con tal de verlo caer. Solo la proverbial aparición de los padrecitos había salvado a la tribu de la aniquilación. Era por él por quien lloraban en silencio su madre y su abuela.

Ella veía, en la historia de María, la historia de todas las mujeres sufrientes, la abnegada madre, que, como intuía, era la representación de todas las madres y esposas sufrientes por las pérdidas de hombres queridos, padres, maridos, hijos.

Porqué los hombres eran así, llegada la edad se iban tras vaya a saber que sueños, y muchos no volvían.

En la misión era distinto, los padres les habían enseñado a cultivar la tierra y ya no era necesario deambular por la selva en busca de sustento. Pero las tradiciones y costumbres se conservaban y una excursión de caza y recolección era algo ineludible, algunos, a veces, salían por meses y se alejaban varios días de marcha de la casa, para volver luego felices y satisfechos con los frutos de la jungla.

Esa era una de esas veces. Juntaban frutos silvestres, mientras los hombres cazaban y pescaban, como había sido siempre, hasta que algo las alerto, de pronto la voz del Iguazú se hizo omnipresente. La selva había enmudecido y eso era una inequívoca señal de peligro.

La alerta llego tarde, de pronto, como demonios salidos del averno selvático, aparecieron los hombres barbudos cubiertos de metal, con sus palos de fuego y sus redes.

Antes de que pudieran escapar dos hombres yacían muertos con el pecho destrozado y ellas eran atrapadas, cual ardillas, su madre también.

  • Escapa Irupé— le grito la madre mientras un hombre la golpeaba— ve con los padres— y callo, aturdida por un culatazo.
  • Despacio bestia— oyó decir mientras huía— lastimada vale menos—

Y no oyó más, porque ya se había alejado mucho, tan rápido corría. Tan rápido y atolondradamente corría que, en un momento, al detenerse a tomar aire noto que estaba perdida.

Sin darse cuenta se había extraviado. No, se dijo a sí misma, eso no podía ser, debía orientarse, su hermano le había enseñado como hacerlo, su hermano Yaguatí…., si hubieran estado con ella esto no habría pasado, eran el mejor en la selva, pero esta salida era poca cosa para un guerrero tan avezado, había decidido marchar al norte hacia los saltos de itaipu, en busca de un jaguar de particular tamaño, y ahí estaba ella ahora, sola, sin saber donde estaba. Trato de concentrarse, lo primero era recuperar la calma, recordó. Se apoyo contra un árbol, cerró los ojos y respiro profundo hasta que el corazón dejo de latir alocadamente, entonces los abrió y la vio. ¿Cómo no la había visto antes? Su hermano tenía razón, a pesar de que ella, por pelear no más, siempre le decía que estaba equivocado, pero no, no lo estaba, el miedo nublaba la mente, y era cierto, más tranquila había vuelto a ver.

Sin dudarlo fue hacia la puerta en el muro de piedra, corrió el cerrojo, que por suerte no tenia candado, y entro. Adentro el pasillo estaba desierto ¿Dónde estarían los padrecitos? Se preguntaba, cuando la vio, allí, frente a ella, de piel tan clara y cabello tan rubio, como en las imágenes del catecismo, aunque vestida de manera diferente. Ella no era nadie para decir nada al respecto, la cara se le ilumino con la luz de la esperanza, y, sin saber que hacía, presa de la ansiedad, le tomo la mano, arrastrándola hacia la puerta.



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En el texto hay: fanfic, fan fic del ministerio del tiempo

Editado: 07.01.2025

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