Parte 8 de 8
Ya solucionado el incidente los españoles decidieron hacer campamento en donde estaban y preparar el regreso a Guaira al día siguiente.
El paramédico de los soldados, mejor pertrechado que Julián, inspecciono al muchacho picado por la araña, constato que no era particularmente venenosa, por lo que se limito a colocarle la antitetánica y a tranquilizarlo asegurándole que sanaría, por suerte el bicho que lo había picado no era todo lo ponzoñoso que podía haber sido.
Un par de heridos más, lastimados durante el combate, también fueron curados.
Durante la noche, a la luz del fuego, la conversación fue desgranando por diversos tópicos
—…y ese es el principal problema de esta misión— aclaro Salvador – entre 1578 y 1640 las coronas de España y Portugal estuvieron unidas dinásticamente, eso puso a toda América bajo el mando de don Felipe III, pero los portugueses nunca terminaron de aceptar eso. Lo que dio lugar a muchos roces entre ellos y nosotros en todos los lugares donde el ojo del rey se veía lejos, como aquí—
—Lo que no entiendo es ¿Qué tiene que ver Felipe VI en todo esto? ¿Porque le pidió a usted que viniera hasta aquí?—
—Por esto— y extendió el papel que le había mostrado al ministro portugués— es una carta del ministro del tiempo dinástico, rubricada por el mismo Felipe III, que permaneció en el Escorial, en custodia, para cuando fuera necesario, y este fue ese momento, por su puesto siempre negare su existencia y si alguno de ustedes llegase a revelar su existencia será automáticamente expulsado del ministerio ¿entendido?—
El asentimiento fue general
—En fin, señores, será mejor irnos a dormir, la jornada de regreso a la puerta que nos permitirá regresar a Madrid, en la ciudad de la Guaira, ser larga—
—¿no hay otra más cercana?—
—No, la siguiente esta en Asunción del Paraguay…—
Todos se estaban preparando para el descanso cuando se acerco Irupé para pedirles que se acercaran a donde ellos tenían su fuego.
Extrañados, todos la acompañaron, junto al fuego había una gran fiesta
—Hory mitã Tupã arete (Feliz Navidad)— les saludaron convidándoles sus escasas viandas.
En medio de la pobreza habían recuperado la mayor de las riquezas, la libertad y lo festejaban cantando, bailando y dando gracias a Dios por tan precioso bien.
Los españoles que habían ayudado a salvarlos se unieron al festejo, aunque sabían que eso haría que la jornada siguiente fuera más dura.
Fue entonces que el instrumento como violín volvió a sonar, y él apareció, caminando desde la selva, con el rabel en la mano, enjuto, más bien moreno y de baja estatura, con un rostro poco agraciado pero con una voz que encantaba al oírla.
—¡Padrecito!— lo aclamaron los guaraníes al verlo
– ¡viene a compartir la navidad con nosotros! – se alegraron.
El se dirigió hacia ellos, al pasar junto a los españoles se alegro, saludo particularmente a Salvador, como si lo conociera de siempre y luego siguió hacia donde los indios habían improvisado un altar.
—¿le conoce?—
—Ni idea— contesto Salvador
Todos se unieron a la celebración de la santa misa. Al finalizar la misma el padre tomo nuevamente el rabel y lo hizo vibrar de manera nunca antes oída.
Todos cantaron y rezaron. Por una noche la paz volvía a reinar en el mundo.
A la mañana siguiente, al salir el sol, los españoles se levantaron temprano, dispuestos a comenzar la jornada lo antes posible, mientras los guaraníes, que también tenían mucho camino por delante hacían lo propio.
Antes de irse Irupé se acerco a Irene y le hizo señas como de querer contarle un secreto. Irene acerco su oído a la niña y esta le conto algo, mirando hacia un muchacho en particular.
En principio Irene no supo que decir, jamás había pasado por una situación así, no sabía lo que era tener una hija adolescente…
Irupé se quedo mirándola. Al final, sin saber cómo Irene le puso la mano en la cabeza y la bendijo
—Ve hija, que seas feliz— y, sin saber porque, noto que una parte del corazón se le iba con la niña, al tiempo que una lágrima le caía desde los ojos, entonces Irupé hiso eso tan raro, se puso en puntas de pie y le dio un beso en la mejilla, sonrió con picardía y se marcho.
Irene se llevo la mano a la cara, al lugar donde la habían besado, no recordaba un beso mejor.
—Vamos señores, es hora de partir— dijo uno de los militares
—Aguardad— se escucho la suave voz del padrecito— ¿A dónde vais?—
—A ciudad Real del Guaira— fue la respuesta lógica
—No tenéis que viajar tanto para volver a vuestra época—
Todos se quedaron quietos
—Tenéis esa puerta abierta— insistió el padre
Efectivamente, ahí estaba la puerta, con la tranca de este lado, abierta de par en par.
Se miraron entre ellos, y todos miraron al cura ¿Qué era aquello?