Parte 6 de 8
Algo debería estar andando mal. Las puertas seguían fallando. En la última hora cuatro más habían dejado de funcionar y tres daban indicios de querer andar con problemas.
Después de la falla de la puerta que daba a la Cantabria prerromana tuvo que pedir refuerzos de seguridad. A duras penas, y gracias a la oportuna aparición del duque de Alba con su guardia personal, habían podido reducir a la partida celta que la había atravesado ante la falla total de los sistemas de resguardo que evitaban esas cosas.
Ahora había guardias especiales ante las puertas que daban a Ceuta en 1935; Cusco en 1780 y Roma en el 1500. Si se repetía la falla de Cantabria la cosa se podía poner fea.
—¡Amelia! ¿Qué hace usted aquí?— pegunto Salvador al verla regresar
—Lo encontramos mal herido y le hemos traído para cuidados— contesto mientras por el pasillo se veía pasar a los camilleros que ya se habían hecho cargo de Marcus
—…como es agente del ministerio…— ensayo una escusa ante un regaño que no se le había hecho.
—Si, está bien, eso no es problema— minimizo Salvador, —el problema es este, venga— y la hizo pasar a tras de su escritorio. Normalmente nadie tenía acceso a ese lugar.
—Le muestro esto porque la situación se está poniendo urgente y no tenemos noticias de Alonso ni de Pacino— Le aclaro— Si no tenemos respuesta pronto deberemos mandar todas las patrullas disponibles para que el emperador ese regrese a Constantinopla y arregle esto.— asevero con un gesto hacia la pantalla.— parece ser el origen de todo el problema—
—Comprendo señor ya regreso para allí— asintió Amelia, justo cuando tres hombres ingresaban en la oficina.
—A que bien, suerte que han podido llegar a tiempo, justo antes de que la señorita Amelia partiera. Id con ella y ayudarla en todo lo que os pida— ordeno a la patrulla recién llegada.
A Amelia no le gusto la imposición, pero ordenes son ordenes.
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Con suma cortesía los aposentaron en una habitación del primer piso del palacio
—No podemos quedarnos aquí— Insinuó Pacino
—Estoy de acuerdo— Confirmo Alonso
—Y yo señores, este tipo no me da ninguna confianza. Debemos irnos ni bien podamos—
Diciendo y haciendo, cuando el silencio y la oscuridad cubrieron el palacio, se escabulleron por una escalera de la servidumbre, tomaron los camellos y se marcharon.
—Hay que volver al templo para a ver si podemos cruzar la puerta— dijo Pacino torciendo a la derecha, Alonso tras él. Pero no Constantino, que, impasible siguió derecho hacia donde se veía el cometa.
—¿Qué hace?—
—No sé, me parece que esta algo ido— dijo Alonso llevándose el dedo a la sien, en inequívoco gesto.
—Pues, vamos a buscarlo— Suspiro Pacino, girando hacia donde el emperador iba. Subiendo los hombros Alonso lo siguió.
—Señor— se animo al cabo de un rato Pacino— ¿A dónde vamos?—
—Ustedes no sé, pero yo voy a hacer lo que vine a hacer— y callo.
Lo acompañaron largo trecho. Hasta las puertas de la ciudad, que estaban cerradas.
Constantino no se amilano por eso. Silbo de una manera particular y la puerta se abrió. Al salir una moneda cambio de manos. Debieron apurarse a salir para no quedar encerrados.
Fuera de la ciudad un hombre lo esperaba con dos bolsas. Otra moneda cambio de manos y los bultos fueron acomodados en los camellos de Pacino y Alonso, que los dejaron hacer sin protesto alguno. Que iban a decir?
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Al llegar a la puerta de Nueva Roma se encontraron con Salvatus que aun cuidaba las puertas.
—¿Alguna novedad?—
— No, todo tranquilo, parece que todo el mundo está ocupado en otra cosa—
—Mejor así – y señalando a los hombres que la acompañaban – son de la patrulla. Creo que uno de ellos podría reemplazarlo, su conocimiento de la época nos será de utilidad— y, dicho esto cruzo la puerta que daba al templo en Judea, Salvatus tras ellos, mientras uno de los otros patrulleros lo reemplazaba.
Ya en las calles de Jerusalén lo primero que les llamo la atención fue el números de soldados locales que la recorrían. Estaban tranquilos pero vigilantes.
—Buscan algo— sentencio Salvatus diciendo lo que todos pensaban.
— Igual que nosotros. ¿Por dónde empezamos?— Se cuestiono Amelia
Nadie tenía respuesta a ello, pues ni si quiera sabían que había llevado a Constantino hasta allí, a hacer ¿Qué?.
—Pues, somos 4, dividámonos a ver que vemos y nos encontramos aquí en una hora— Sugirió uno de los nuevos.
Aceptada la idea se fue con su compañero hacia una taberna cercana mientras Salvatus y Amelia se introducían en el mercado.
Al cabo de la hora regresaron al punto indicado, pero no vieron a los otros. Se empezaban a preocupar cuando se produjo un estruendo extraño, como de una explosión y una columna de humo negro apareció sobre la taberna en la que habían ingresado los ministericos.