Parte 7 de 8
Amelia no podía creer lo que oía, ¿estos eran sus compañeros del ministerio? ¡Si parecían de una película del gordo y el flaco!. Los recortes presupuestarios del ministerio estaban empezando a impactar en la plantilla.
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Alonso y Pacino se pusieron espalda contra espalda, con los puños en alto como única defensa.
La situación era tensa. De un lado los dos en evidente desventaja, del otro los cuatro sujetos que, espadas en mano, los tenían rodeados.
De pronto uno de ellos no pudo más, bajo la espada y largo a reír abiertamente.
Si antes la situación era tensa ahora era ridícula. Pacino y Alonso se miraron sin poder creer lo que pasaba. Ahí, frente a ellos, notablemente descompuesta de la risa estaba Amelia que, con lagrimas en los ojos los señalaba con la mano mientras les decía
—¡Mi Dios! ¡La cara que habéis puesto!—
—Venga, no os enojéis— les dijo Salvatus al tiempo que les tendía la mano— nosotros estábamos tan asustados como ustedes. Nos sigue toda la policía de Jerusalén—
—¿Qué? ¿Qué habéis hecho?— pregunto Pacino ya repuesto y más tranquilo al reconocer a la gente del ministerio en quienes los habían rodeado
— Pues que este casi vuela media ciudad— dijo uno de los nuevos exagerando cada vez más el percance del otro.
—Ya les explicaremos de camino— aclaro Amelia ya repuesta. – Ahora debemos encontrar a Constantino y hacerlo regresar lo antes posible a Bizancio. La cosa se está poniendo cada vez más fea—
Y se pusieron en camino a Belén.
A poco de allí llegaron al piquete de la legión y eso complico todo. Ninguno tenía papeles para circular.
En vano Salvatus intento convencer a los romanos. Las órdenes eran estrictas, ¡sin papeles no se pasa!
—¡¿Cómo que no pasamos?!— Exclamo Amelia
—Pues que no pasan ¿Qué es lo que no entiende señora?— le contesto el legionario algo molesto de tener que repetir la consigna.
—Entiendo muy bien, el que no entiende es usted ¡Tenemos que ir a Belen!—
—¡No sin papeles!— dijo ya exasperado el soldado, sobre todo al notar que se empezaba a amontonar gente en el lugar.
—Vamos cada uno a sus cosas— ordeno desenfundando la espada para más argumento.
Al notar esto el decurión se acerco a ver que se trataba. Ni bien llego Amelia lo encaro.
El buen hombre la escucho pacientemente, una vez concluida la diatriba levanto una mano hacia un grupo de soldados apostados al costado del poste de la barrera y les ordeno que llevaran a la dama y los señores que la acompañaban a la carpa del centurión.
Estos no se hicieron rogar, con modales más bien bruscos les indicaron el camino a seguir.
Al llegar a la carpa les ordenaron se queden quietos y esperar.
Ahí estuvieron esperando una buena media hora, mientras tanto la tarde empezaba a caer y la estrella volvía a hacerse visible sobre el horizonte.