Parte 5 de 8 - Encuentros I
Cuando despertó estaba atada de manos bajo un cobertizo de cueros, junto a otras mujeres que la miraban con curiosidad.
El piso era de piedra cubierto con paja y algunos cueros para hacerlo más confortable. Las paredes, por lo menos hasta la mitad, también parecían ser piedras grandes y desde allí hasta el techo piedras más chicas amontonadas a modo de pircas (26) . El techo era una enramada. La impresión era de estar en una cueva techada.
¿Dónde estaba? ¿Qué había pasado? De apoco fue recordando, no podía creer lo que vivía, pero el dolor que aun le duraba en la mandíbula no le dejaba lugar a duda.
Al querer levantarse una de las mujeres que estaba cerca le puso una mano en el hombro y, con una sonrisa amable le indico algo en su idioma. Aunque no entendió lo que dijo si entendió el gesto que le indicaba que descansara. De todos modos, como pudo, se incorporo y se sentó apoyada contra una pared.
De a poco las mujeres dejaron de lado lo que estaban haciendo y se le fueron acercando. Se formo así un corrillo en torno a ella, obviamente era la atracción del momento. Sus ropas y su pelo llamaban la atención particularmente, ávidas manos las tocaban sorprendidas y animados comentarios surgían sobre las sensaciones que esto causaba.
De pronto se abrió el cuero que hacía las veces de puerta apareciendo en la entrada una figura masculina. La pulla general dejo a las claras que la presencia de un hombre no era correcta en ese lugar. El hombre les dijo algo en voz fuerte, como dando a entender que se callaran, pero ellas no lo hicieron…todo esto en un ambiente exentó de tensión, como que fuera una “pelea” social, de convivencia.
Como sea, el hombre se le acerco, la tomo de las manos, con suave firmeza y la saco de allí.
Unas sonrisas picaras y cuchicheos en voz baja acompañaron su salida, sobre todo entre las más jóvenes.
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—¿Cómo puede haber desaparecido así?— se preguntaba a si mismo Pacino sin ánimo de respuesta.
—… Se seguir rastros pero no soy baqueano y ninguno de los dos conoce la zona…— aventuro Alonso a modo de justificación
Se quedaron varios minutos sin saber qué hacer
Alonso no estaba muy convencido de la idea, pero no se le ocurrió ninguna alternativa viable, así que se puso en marcha junto a Pacino.
Al no haber caminos tuvieron que trazar un rumbo y seguirlo a campo traviesa. Tan solo encendían uno de los celulares cuando alcanzaban un hito previamente marcado, comprobaban la dirección con la brújula (obviamente no era posible usar el GPS) marcaban el próximo punto a alcanzar, por ejemplo un determinado pico de las sierras, apagaban el celular y seguían caminando hacia allí hasta alcanzarlo para luego volver a repetir las tareas. Era engorroso, pero economizaba batería. Lo peor que les podía pasara era llegar a Santiago sin baterías.
Cerca del medio día llegaron a la confluencia de un par de arroyos y decidieron hacer una pausa, la caminata a través del campo no resultaba tan sencilla como habían previsto.
Mientras comían algo, ensimismados por el cariz que iba tomando la misión y las peripecias que se adivinaba tendrían que pasar para llegar a pie hasta su destino, escucharon un ruido extraño que los sobre salto.
Gente entrenada automáticamente se ocultaron tras unos pajonales y, espada en mano, avanzaron hacia el lugar de donde provenían los sonidos.
Con profunda sorpresa descubrieron un par de caballos abrevando en uno de los arroyos. Se miraron incrédulos, parecía que la suerte les daba una mano. Con cautela se acercaron a los animales, que los miraron con atención pero sin temor.
—Espera— le dijo Alonso a Pacino, mientras lo tomaba del brazo haciéndole notar la actitud de los animales— aquí hay algo raro, están muy tranquilos, estos caballos están acostumbrados a los hombres—
No les hizo falta esperar mucho para descifrar el misterio.
Sendas espadas, apoyadas en las costillas, lo pusieron de cara a la realidad
—¿Quiénes sois?— pregunto una voz firme a sus espaldas
Con las manos en alto, lentamente, giraron para ver a quienes los habían sorprendido.
Tres soldados de fiera mirada los tenían apuntados, uno de ellos con un arcabuz preparado para disparar.
—¡Identificaos!— ordeno el mismo hombre
—Alonso de Entrerrios, capitán de tercios— Contesto Alonso cuadrándose en el acto— y mi ayudante— concluyo indicando a Pacino que se había quedado boquiabierto.
—¿y que hacéis por aquí?¿como habéis llegado?— pregunto el del arcabuz haciendo indicaciones con el arma
—Aparta eso compañero— dijo Alonso, corriendo suavemente el cañón del arma y luego dirigiéndose al que había hablado primero que era un furriel, según se veía por sus insignias.— Hemos llegado caminando y estamos buscando a la mujer que venía con nosotros y ha sido capturada por los indios—