NARRADOR
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El frío viento de la noche neoyorquina se coló por una de las pocas ventanas que tenía el piso de los Grayson y revolvió el cabello de Abigail, haciendo que ella subiera el cuello de su suéter y luego volviera a tomar su taza de chocolate caliente entre los dedos.
Intentaba luchar con el llanto, pero la verdad era que el líquido caliente le aflojaba los mocos y le conmovía aun más el maltrecho corazón.
—Ay, Dios... Ya ni siquiera sé qué estoy haciendo.
Sus palabras, susurradas desde lo más profundo de su pecho, se perdieron entre el ruido de la ciudad que entraba por la ventana.
Lo tenía todo y, a la vez, sentía que no tenía nada.
Había reconstruido un imperio desde las cenizas, pero solo le quedaba su hijo.
Había perdido demasiado en el camino hacia la cima y, en ocasiones, sentía que había cometido demasiados errores como madre.
La piel y el alma se le habían endurecido a través de las dificultades, había hecho cosas que su versión más joven jamás habría siquiera pensado hacer... Y en ese momento sentía que ya no había vuelta atrás.
Pensó en sus padres y en lo decepcionados que estarían si supieran lo que había hecho.
Las cadenas tienen eslabones... Muchos eslabones, por pequeños que sean, igual terminan formando cadenas infinitas.
—Dios, ¿qué hice?... Papá, mamá... Por favor denme una señal, ya no sé qué más hacer, no sé cómo mantener esto en pie—pidió la mujer en un susurro roto, intentando contener su llanto para que su hijo no la escuchara.
Había sido un día hermoso, lo había llevado a Legoland por quinta vez en el año y luego habían ido al cine en lo que ella había llamado una “escapada de mamá e hijo”, pero todo eso había sido un engaño; la verdad era que se había inventado esa salida y le había mentido a su pequeño Rowan diciéndole que se habían cancelado sus actividades escolares de ese día.
¿Pero qué más podía hacer?
Ya no sabía cómo protegerle el corazón a su hijo. Tenía siete años y cada día del padre desde su nacimiento había sido una completa tortura para ella... Poco sabía que su pequeño ya había comenzado a entender esas cosas, y que en realidad sabía que su maestra no les había dado el día libre.
Los deditos de Rowan, decorados con banditas de colores, limpiaron sus lágrimas con brusquedad mientras seguía luchando contra el llanto.
No le gustaba llorar, pero en ocasiones la tristeza podía más que su terquedad.
Se sentía muy triste. Había fingido felicidad para que su mamá creyera que no se había dado cuenta de lo que hacía cada vez que celebraban el día del padre, pero la realidad era otra.
Rowan estaba muy triste, y también estaba enojado con su papá.
Su mamá le había explicado que los astronautas tenían grandes responsabilidades para con el mundo entero pero, ¿acaso él no le importaba ni un poquito como para venirlo a ver unos minutos?
Su papá ni siquiera había estado cuando recibió su primer diploma, tampoco cuando se le cayó su primer dientes y el ratón pérez se equivocó de casa. Su papá ni siquiera sabía que su marca de nacimiento se había movido de lugar desde que nació, ni que su cabello se había aclarado mientras crecía hasta llegar a un tono muy claro de rubio.
Su papá no había estado en ninguno de esos momentos y él, a su corta edad, ya sentía que no iba a estar nunca.
Él sentía que no le importaba a su papá; mientras que para él, en cambio, su padre era su héroe y su ejemplo a seguir.
De grande quería ser tan inteligente, exitoso y famoso como su papá. Quería hacer cosas grandes que los hicieran sentir orgullosos a él y a su mamita.
—Quizá debo ser más inteligente para que me quiera—susurró Rowan bajito y le dio una mirada a su libro de alemán básico mientras abrazaba a su peluche favorito.
Rabito había sido su compañero fiel desde la infancia y, a falta de una mascota, Rowan le dio todo el cariño que se podía a su compañero fiel.
Lamentablemente, con el paso de los años se dio cuenta de que lo otros niños se burlaban de él por cargar su peluche a todos lados, así que comenzó a fingir que ya no lo necesitaba para parecer un niño grande y que sus compañeros dejaran de molestarlo.
—No me dirían nada si mi papá estuviera conmigo y me fuera a buscar a la escuela—masculló dolido, pensando en que de seguro todo sería mejor si su papá regresara a casa.
Sin saberlo, ese anhelo de su tierno corazón flotó en el aire y ascendió al cielo hasta hacer que una estrella solitaria destellara con elegancia en alguna clase de guiño travieso.
Él no podría haberlo imaginado, pero un ángel que siempre lo miraba desde el cielo había escuchado su ruego, y se lo había tomado muy en serio.
Lamentablemente, ese ángel no podía regresar, pero prometió que tampoco se permitiría descansar hasta que el pequeño Rowan viera cumplido su más profundo anhelo.