El frío era lo único que le quedaba. Tan familiar, que se le colaba en los huesos, y se mezclaba con el olor a podredumbre.
Bess —ya no la futura Reina de Inglaterra— yacía en un jergón de paja mohosa, encogida sobre sí misma, contemplando su única vista posible: la piedra que ascendía desde el suelo de su celda en la Torre de Londres.
—Ahora soy, la Bruja Traidora. La Ramera.
La que había intentado envenenar al reino, o al menos eso proclamaban los carteles que los gritos de la plebe habían descrito antes de que la arrojaran a aquella oscuridad, se abrazaba para olvidar el frío.
—Es... horrible.
El hierro de los grilletes le había ulcerado los tobillos. El vestido de seda que llevaba el día de su arresto estaba ahora hecho jirones, manchado de suciedad y algo —que podría ser sangre seca—.
El pelo —su orgullo—, enmarañado y grasiento, le cubría el rostro como un velo de vergüenza.Lo peor no era el hambre, la sed o el frío. A ese trío de impostores, los conocía tan bien que ya ni le asustaban cuando aparecían. Era el silencio. La absoluta, aplastante soledad. No había susurros de cortesanos, ni rumores que escuchar, ni poder que ejercer. Solo el goteo lejano de agua y el crujir de su propia desesperación.
—¿Qué día es hoy?—preguntó al oficial.
No recibió respuesta. Durante días, quizás semanas—había perdido la noción del tiempo—, solo alimentó un sentimiento: un odio negro y denso. Odio hacia Agora. Odio hacia Lord Warrington. Odio hacia Edmund. Y, sobre todo, odio hacia sí misma, por haber fallado, por haber confiado en que su poder bastaría.
De repente, un espasmo de náusea la dobló por la mitad, seca y dolorosa. Llevaba días así. Mareos. Náuseas matutinas que se extendían todo el día.
No. No ahora.
El horror la embargó. La certeza de un hijo aquí, en esta pocilga, la aterrorizó. Un heredero de sangre real gestándose en las entrañas de una traidora condenada a la decapitación, sería su sentencia de muerte definitiva.
—Pero...
Entonces, —como un relámpago—, surgió otro pensamiento. Frío. Lúcido. Calculador.Un heredero.La única cosa que Edmund deseaba. La única esperanza del reino para una sucesión estable. La llave que podría abrir esta celda.
El horror se transformó —no en alegría, ni en esperanza—, sino en una fría y feroz estrategia. Su arma final.
Se incorporó con dificultad contra la pared fría, los grilletes resonando contra el silencio.
Sus ojos brillaron con un destello de ferocidad. Revisó los pliegues de su ropa harapienta. Sus joyas le habían sido arrebatadas, pero en el dobladillo de su enaguas, su dedo encontró el pequeño bulto duro que había cosido —hacía una eternidad—, cuando aún desconfiaba de todos. Una moneda de oro. Solo una.
—Suficiente.
Esperó hasta que el carcelero hizo su ronda, arrastrando los pies por el corredor. Era un hombre bajo, de hombros caídos y mirada evasiva, con el uniforme sucio de la Torre.
—Tú —dijo Bess, y su voz sonó ronca por no hablar con otra persona que no sea consigo misma.
El hombre se detuvo, sorprendido de que la prisionera hablara.
—Necesitas llevar un mensaje —susurró ella, apretando la moneda entre sus dedos y deslizándola entre los barrotes—.Al Rey. Solo a él.
El carcelero miró la moneda, luego a ella, con codicia y miedo.
—No me pagarán lo suficiente por arriesgar el cuello por una traidora.
—No es por mí —dijo Bess, y por primera vez desde su encarcelamiento, una sonrisa, delgada y afilada, se dibujó en sus labios agrietados—. Es sobre el heredero de Inglaterra. Dile al Rey… —hizo una pausa, eligiendo cada palabra con la precisión de un verdugo—: «El heredero de Inglaterra nace en la oscuridad. Su madre es inocente».
El carcelero cogió la moneda y la escondió rápidamente. Asintió una vez, con brusquedad, y se alejó apresuradamente.
Bess se dejó caer de nuevo contra el frío muro. Afuera, se oyó el primer trueno de una tormenta que se acercaba.
Ella puso sus manos sobre su vientre todavía plano.
—Tú y yo —murmuró, y su voz era una mezcla de promesa y amenaza—. Saldremos de aquí. Y les haremos pagar. A todos.
Mientras, en sus aposentos, Edmund miraba por la ventana la tormenta que se cernía sobre el Támesis. Tenía en las manos el último informe del Neptuno: otro fracaso, otro barco perdido en extrañas circunstancias. La desesperación lo consumía. Un suave golpe en la puerta lo sacó de su ensimismamiento. Era su sirviente más leal, con un papel sucio y arrugado en la mano.
—Majestad, un mensaje. De la Torre.
Edmund lo cogió con desdén, esperando una súplica o una confesión. Leyó las escasas palabras.Palideció. La mano que sostenía el papel tembló levemente. No era escepticismo lo que sintió primero, sino una repulsión visceral.
«¿Un hijo? ¿Su hijo, creciendo en esa mujer, en ese lugar? ¿Era otro de sus trucos, un engaño de su magia negra?»
Pero luego, la semilla de la duda, minúscula e imparable, se clavó en su mente.
Heredero.
¿Y si era cierto? ¿Y si su legado, su futuro, estaba prisionero en una celda?