Mío - La Corte de las Damas

El anuncio

El sonido de los cerrojos al descorrerse era un áspero ruido que ya se le había grabado a fuego en el alma. Bess se incorporó, expectante, los sentidos alerta como los de un animal al sentir una trampa.

La puerta de la celda se abrió, pero no era el carcelero con su escudilla de grasa. Era un grupo de guardias con libreas reales, sus rostros impasibles bajo los yelmos. Tras ellos, la figura demacrada y solemne de William Cecil, Secretario de Estado.

—Señorita —dijo Cecil, y el título sonó a burla en aquel lugar—. Por orden del Rey, se le traslada de inmediato.

No había disculpas, ni reverencias, solo el frío cumplimiento de una orden. Bess no preguntó. Se puso en pie con una dignidad que parecía imposible dada su estado, arreglándose mentalmente los harapos como si fuesen las galas de la coronación.

Los grilletes le fueron retirados, y el dolor de la piel liberada fue un recordatorio punzante de todo lo perdido.

La salida de la Torre no fue un triunfo. La atravesó con la mirada fija al frente, ignorando los murmullos de los guardias, el frío que ahora le venía del exterior, del viento que soplaba sobre el Támesis. La subieron a una lujosa carroza cerrada, pero las cortinas estaban corridas. Era un traslado de mercancía que grita «peligro».

—¿Hacia dónde vamos, Cecil?

—A donde, Majestad crea prudente.

El traqueteo de las ruedas sobre el empedrado le dio tiempo a pensar. El mensaje había funcionado. La semilla de la duda había germinado en el fértil terreno de la desesperación de Edmund.

Pero, ¿qué había crecido exactamente?

La carroza no se detuvo en el Patio Principal ni en la Gran Escalera. Dio un rodeo y entró por una puerta secundaria, empleado para los proveedores y los sirvientes. Volvía sí, pero no en gloria.

Nadie se molestó en saludarla, pero ella lo haría.

—Buenas tardes.—aunque no recibió respuesta.

—¿Me acompañas?—preguntó Cecil.

—Por supuesto. Muéstreme el camino.

No pudo evitar sentir sobre sí misma, el peso de una mirada en particular. Quiso con todas sus fuerzas voltear, y encontrarla; pero se mantuvo imperturbable caminando hacia el frente.

—Ya tendremos la oportunidad.—susurró.

—¿Ha dicho algo?

—Perdón, si fui descortés. Admiraba la belleza del lugar.

Una mentira que ambos sabían pero ninguno quería explicar.

Sus antiguos aposentos, estaban sellados. En su lugar, la condujeron hacia el ala norte del palacio, con una única salida custodiada por cuatro guardias de aspecto particularmente severo.

La Gran Sala del Trono de Westminster estaba ahogada en una luz polvorienta proveniente de los altos vitrales. Cada rostro, cada joya, cada hilo de oro en los tapices parecía contener la respiración. Flotaba otro aroma, más sutil y penetrante en el aire: la anticipación de un drama que todos presentían.

Bess, de pie junto al Trono del León, donde Edmund estaba sentado con una rigidez que delataba su incomodidad, sintió el peso de cada mirada. Su mano, oculta entre los pliegues de la falda, reposaba sobre su vientre, en un gesto que era —inconscientemente— protector y calculador. Sabía que hoy se libraba la primera gran batalla abierta por la legitimidad de su hijo.

—Nobles y leales súbditos —Edmund comenzó, su voz carente de la calidez que un anuncio así debería conllevar—. Os hemos convocado hoy para compartir una noticia que atañe al futuro de nuestro reino.

Hizo una pausa, demasiado larga. Sus ojos, huidizos, se posaron en Bess por un instante antes de escapar hacia la multitud de rostros expectantes. Bess le sonrió, una sonrisa pequeña y tensa que no llegó a sus ojos, urgiéndole a continuar. Él desvió la mirada.

—La dama —dijo por fin, las palabras sonando a declamación aprendida—. La futura Reina... Bess… espera un heredero.

El silencio que siguió no fue de alegría, sino de shock. Fue tan absoluto que se podía oír el crepitar de las antorchas en sus herrajes. Bess aprovechó ese vacío sonoro para dar un paso al frente, tomando el control que su ex-amante parecía incapaz de ejercer.

—Así es —dijo su voz, clara y firme, cortando el aire como un cuchillo—. Un hijo de Inglaterra crece en mi vientre. El futuro Rey o Reina que, Dios mediante, guiará a esta nación hacia una nueva era de prosperidad.

Su declaración, directa y desafiante, rompió el hechizo. Un murmullo bajo, perturbado, recorrió la sala. Fue entonces cuando Lord Warrington, desde su puesto en primera fila, dio el primer paso al frente. Su reverencia impecable.

—Majestades —dijo, dirigiendo la palabra más a Edmund que a Bess—. Qué… inesperada bendición. Todos nos alegramos profundamente por la certeza de una sucesión asegurada. —Hizo una pausa deliberada, dejando que el veneno de su insinuación calara—. La Reina debe sentirse… abrumada por el honor. Después de todo, llevar sangre real es una carga pesada para cualquiera. Impredecible, incluso.

Bess no se inmutó. Mantenía la sonrisa, pero sus ojos se habían vuelto de hielo.

—No me siento abrumada, Lord Warrington. Me siento fortalecida. La sangre que corre por mis venas es la de este pueblo. Fuerte, resiliente y leal. Y es esa misma sangre, mezclada con la de vuestro Rey, la que forjará al futuro soberano de Inglaterra. No un niño débil de linaje puro, sino un gobernante fuerte de espíritu impuro. Como su madre.

Un suspiro colectivo se elevó. Ella había tomado el insulto y lo había devuelto, transformado en un arma. Había llamado "débil" a la sangre azul y "fuerte" a la suya propia.

«La sangre de la bruja» Pensó más de uno.

Fue la Reina Madre, Catalina, quien rompió el tenso intercambio. Avanzó desde donde estaba y tomó las manos de Bess entre las suyas. Su rostro, surcado de arrugas y una bondad cansada, mostraba una emoción genuina, teñida de preocupación.

—Hija mía —dijo, y su voz era un bálsamo en la sala enrarecida—. Es una alegría verdadera. La vida es el mayor don de Dios. Debéis cuidaros. Descansar. El reino necesita un heredero sano. —Su mirada, sin embargo, era intensa, como si intentara transmitir un mensaje más profundo: Tened cuidado.




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