Eran las tres de la madrugada cuando Mira enfilaba la colina Firewall, tras su casa, con todos sus cachivaches en la mano. No despertar a sus padres había sido una tarea difícil sobre todo para alguien tan patoso como ella. No podía negar que lo había hecho bien. Programó el despertador de su smartwatch, justo a las dos y media, para asegurarse de que nadie más se despertaba con él. Se acostó vestida con un chándal oscuro, color negro, para que, si su padre se despertaba en sus continuos viajes nocturnos al baño, quedara camuflada en la oscuridad. Los libros que solía llevar en su pesada mochila cada día al instituto Barsly habían sido sustituidos por todas que le hacían falta para su… ¿experimento? Era la quinta vez que lo intentaba, todas habían salido francamente mal, pero no perdía la esperanza. Había que ser perseverante. Ese era su lema desde que se lo había leído a Cynthia Minse, su ídolo desde siempre. Nadie la conocía en el mundo normal, así llamaba ella a los escépticos que la miraban cada día con recelo pensando que era un bicho raro, y a sus padres, que habían querido llevarla a ver al Doctor Who en repetidas ocasiones. Pero ella se había negado, ¿para qué querría ver a un psicólogo? No estaba loca, solo era diferente y pensaba demostrárselo a todos esos palurdos tarde o temprano. Aunque cierto era que, a este ritmo, sería más tarde que temprano.
Visualizó la pantalla de su smartwatch. Había tardado dieciocho minutos en llegar. Todo un reto dada su pésima condición física. Así que sacó su anemómetro digital, su cuaderno y su larga de larga distancia y comenzó su tan conocido ya ritual. Colocó las velas blancas, en forma de circulo, alrededor de ellas y comenzó a encenderlas una a una. La fría brisa que corría a esa altitud dificultaba un poco la tarea, pero Mira tenía cierta maña conseguida por la experiencia. Cuando creyó que todo estaba al fin dispuesto comenzó.
Mira aguardó unos segundos esperando alguna respuesta proveniente de donde fuera. Había intentado enmendar todos los errores que creía haber cometido en anteriores ocasiones. Las velas estaban perfectamente colocadas esta vez formando el diámetro exacto que debía tener. Se había desprovisto de pendientes, pulseras, anillos o cualquier otro elemento vinculador que pudiese perturbar su paz interior. Era la hora perfecta, lo había comprobado, las tres y treinta tres de la madrugada. Debía salir bien. No podía ser de otra manera. Mira creyó percibir un soplo de aire frio con más energía que los demás. Debí ser una señal. Las llamas de las velas comenzaron a hondear de manera sospechosa. Parecían emitir, además, un brillo fuera de lo normal como si quisieran trasmitir un mensaje. Mira se acercó un poco más para observarla con detenimiento. Creyó, incluso, distinguir alguna sombra entre la llama de la vela. Se acercó un poco más aun tanto que podía notar el calor en su rostro. Una nueva brisa de aire, semejante a la de hacía unos minutos, la envolvió provocando que la llama creciera unos segundos. Mira estaba tan embelesada con la situación que no fue capaz de reaccionar hasta que ya era demasiado tarde. La llama le alcanzó la ceja produciéndole un dolor agudo que la hizo caer de espaldas sobre la tierra mojada por el relente de la noche.
Se quedó en nortada mirando al cielo. Ni una sola estrella a la vista. ¿Quizá fuera eso? A lo mejor era una noche poco apropiada para el ritual. Puede que el cosmos no jugara a su favor. de cualquier manera, había vuelto a fracasar. La rabia comenzó a subir por su garganta hasta que, sin quererlo, brotó por sus ojos en forma de lágrimas. Estaba demasiado cansada para exteriorizar ninguna otra muestra de enfado asique, simplemente, se quedó allí., tirada en la tierra, hasta que el mismísimo sueño la venció.
Eran más de las siete cuando Mira estuvo frente a su casa. Deseó con todas sus fuerzas que fuera uno de esos días en los que a su padre se le pegaban las sábanas o que, como mucho, estuviera disfrutando de su ducha matutina sin reparar en l ausencia de su hija. Nada más pasar el umbral de la puerta se dio cuenta de que la suerte, hoy, no estaba de su parte. Sus progenitores la esperaban junto a la escalera con los brazos cruzados y una terrible expresión en la cara. La había pifiado, si, y seguramente muchísimo.