Aquella noche Mira tuvo un sueño muy inquietante.
Apareció en un callejón oscuro, empedrado, nuca antes lo había visto. No pudo reconocer ninguna de las tiendas que surcaban las aceras. Ni las casas unifamiliares de dos plantas que permanecían totalmente a oscuras. Miró a su alrededor intentando averiguar cual de los caminos que se le presentaban debía escoger. Decidió seguir de frente. Siguiendo el camino de casas que se extendía hasta dónde su vista no lograba alcanzar. No había un solo alma en la calle. Debía ser muy tarde. Altas horas de la madrugada. No se oía ni un solo ruido a su alrededor. Pero entonces, Mira pudo distinguir como unas personas cruzaban hacía una de las casas que se alzaba frente a ella. Un hombre y una mujer. No pudo distinguir sus rostros desde donde estaba. Sin saber por qué, se descubrió así misma siguiéndoles. Desobedeciendo a su propia razón que le insistía en que se quedara donde estaba. Su curiosidad siempre había sido insaciable. Eso es lo que le repetía su padre una y otra vez.
Se asomó a una de las ventanas del piso de abajo. La pareja se mantenía de espaldas mirando algo que se encontraba frente a ellos. Mira no pudo ver qué era. Esto debe de ser un sueño, se dijo, no puede ser de otra manera. Estoy soñando. Nada de esto es real.
Y si nada era real, y si de verdad era un sueño, aquellas personas no podían verla, pero ella sí podía acercarse hasta ellos y descubrir que miraban con tanto interés. Sentía la necesidad imperiosa de hacerlo.
Un bebe, tapado con una toquilla blanca, dormía en una cunita de madera ajeno a todos los ojos que le miraban. La pareja lo contemplaba embobados. Ahora sí podía verlos. Eran jóvenes. Veintitantos. La mujer vestía de manera elegante, él un poco más austero.
Ella se volvió hacía el hombre contrariada por sus palabras. Su gestó cambió. Se volvió más duro. La sonrisa había desaparecido por completo.
La mujer resopló. Le hacía perder la paciencia. Siempre lo hacía.
El hombre asintió, pero su rostro seguía siendo el reflejo de las dudas. Aquello no le gustaba. No le había gustado desde el principio, pero su mujer era demasiado insistente. No se atrevía a decirle que no. Y aquella carita… Aquella cara ya le había robado el corazón y a penas llevaba diez minutos mirándola.
Una anciana surgió de las sombras e hizo que Mira retrocediera sin querer. Se quedó mirándola. Juraría que aquella mujer la estaba mirando, pero, entonces, ella se unió al matrimonio sin más.
La anciana miró al hombre. Lo miró fijamente durante unos segundos que, a él, se le antojaron eternos. Entonces desvió la mirada hacía la mujer y le devolvió la sonrisa.
El hombre tragó duro antes de contestarle. Aquella extraña sensación no le había abandonado desde que puso un pie en esa casa. Pero miro a su mujer y no le quedó más remedio que asentir. Ella estaba tan feliz, tan ilusionada que jamás hubiera podido interponerse.
Mira seguía observándolo todo desde la esquina sin comprender por qué soñaba con esas personas a las que no conocía. Pero la mente podía ser caprichosa y comportarse de forma inexplicable, sobre todo la suya, por lo que no le dio mayor importancia. Sin embargo, toda la escena le atraía de una forma incomprensible.
Cuando la pareja pasó junto a ella, con él bebe en brazos, Mira habría jurado oler la mezcla de sus perfumes con el olor que desprende el miedo y la inseguridad. Haber notado la brisa que dejan los cuerpos en movimiento al pasar a una distancia corta. Los siguió de cerca para saber más de aquellos desconocidos y de ese bebe que comenzaba una nueva vida y que descansaba ajeno a todo lo que sucedía.
La pareja se adentró en la calle opuesta por la que la joven había llegado hasta allí desapareciendo en la oscuridad. Mira se apresuró para no perderlos, pero en cuanto rebasó el principio del camino todo a su alrededor cambió súbitamente. Ya no estaba allí. Había aparecido, sin darse cuenta, en un lugar boscoso donde no había más luz que la emitida por la luna y las estrellas. Le costó ubicarse. Pero al fin pudo descubrir la puerta que se alzaba frente a ella. La que tantos problemas le había traído hasta el momento.
Se acercó hasta ella, como ya había hecho la primera vez, y la palpó lentamente con un cuidado desmesurado. Aquella puerta, Oweynagat, la fascinaba de una manera desmesurada. Sentía una atracción sin igual hacía ella y, a pesar, de todo lo que había oído no la temía.