Abaddon no vivía en ninguna cueva secreta en mitad del bosque como muchos magos solían inventar. Corrían muchas historias de boca a boca pero, lo cierto, es que ninguna era cierta. Excepto una cosa. Abaddon era un monstruo y su intención era cavar con el mundo tal y como se conocía.
Pero si le hubieran preguntado a él, si alguien hubiera tenido la suerte de preguntarle sin morir en el intento, Abaddon habría afirmado que los auténticos monstruos eran los mundanos. Unos sucios y asquerosos traidores que no merecían otro castigo que la muerte. Abaddon no llegaba a comprender como ese estúpido Consejo había podido permitir que asquerosos mundanos fueran aceptados en la Academia y peor aún que hubieran aprendido magia. Por ese motivo tendría que acabar también con ellos. Y es que muerto el perro se acabaron las pulgas. ¿Verdad?
Aunque nadie lo sabía, Abaddon ocupaba una bonita mansión de valor incalculable e imposible de localizar. Los mejores conjuros de protección envolvía cada rincón de esos terrenos y Abaddon podía estar seguro de que nadie los atravesaría. Pero si en algún momento, remoto y bastante improbable, alguien hubiera conseguido romper su defensa mágica, Abaddon contaba con un amplio séquito de guardaespaldas que vivían únicamente para asegurarse de que nada le pudiera pasar.
Así son las cosas, el mago más temido de todos los tiempos necesitaba guardaespaldas que murieran por él.
Desde su lujosa guarida Abaddon se encargaba de dirigir sus turbios negocios entre los que destacaba el contrabando de armas mágicas, hierbas arcanas, polvos mágicos… Por supuesto todos prohibidos por el Consejo.
Para Abaddon, el Consejo era el cáncer del mundo mágico. Células que iban destruyendo poco a poco cada órgano vital de un mundo que se tambaleaba desde su clara indefensión. Era cuestión de tiempo que todo el sistema se tambalease y, por tanto, había que actuar de un momento a otro. Pero la necesitaba a ella. Para alguien como él, cuya peor debilidad depender de otra persona, necesitarla era asfixiante y muy frustrante. Pero no había otra opción. Había consultado una y otra vez todas sus fuentes y no había manera plausible de que su plan funcionara sin Mira Luna.
Mentiría si dijera que nunca había pensado en ella. Lo había hecho en muchas ocasiones. Sobre todo al principio. Con el tiempo, su imagen se fue disipando brevemente y el dolor no se sintió demasiado. Pero absorber los poderes de Oweynagat sin duda había ayudado mucho. No solo sintió como su magia se multiplicaba sino que todo dolor se disipó. Era una sensación estupenda, el punto perfecto, hasta que supo que existían limitaciones en su poder. Fue muy frustrante tener que consultar con tantos hechiceros, por no hablar de lo cansado que podía llegar a ser tener que sacrificar a tantos, hasta que se convenció de que lo que decían era cierto. Todos ellos. Hubiera estado encantado de matar con sus propias manos a esa asquerosa bruja que le engañó. Pero el tiempo, y la vejez, le habían arrebatado ese placer y no había ni un solo minuto del día en que no se maldijera por eso.
Uno de los secuaces de Abaddon había irrumpido en la habitación devolviendo a Abbadon a la realidad. Este soltó un largo suspiro. Era lo que hacía cuando necesitaba recobrar la compostura sin matar a nadie. Se tomó su tiempo. Se recreó en cada molécula de oxígeno que le envolvió. Como una droga demasiado buena que necesita ser saboreada.
Magnus era, sin lugar a dudas, un poderoso vidente y un experto en proyección. Cualidades nada comunes entre magos. Pero para Abaddon no era un problema. Podría con él. Llevaba meses preparándose para ello. Proyectándose una y otra vez. Había sido necesario capturar y asesinar a un mago experto en proyecciones y oclumancia. Era la única manera de absorber sus poderes y no, no lo lamentaba en absoluto. Así que ahora estaba listo para enfrentarse a Magnus. Él sería el primer obstáculo a superar.
Abaddon soltó una risa ahogada y se dio la vuelta hacía su lacayo.
Abaddon cogió una especie de teléfono móvil de su escritorio e intentó comunicarse con Elijah pero este no contestó. La frustración de Abaddon iba en aumento. Haber intentado comunicarse con el psíquicamente habría sido imposible. No podía hacerse desde fuera de FireWell. Ni si quiera él podía hacerlo. Pero eso era cuestión de tiempo. Cuando su transición estuviera completada nadie podría hacerle frente y entonces sería el momento de comenzar la Nueva Era como lo había bautizado. Una era limpia y translucida donde la magia, y él, lo dominara todo.
Abaddon volvió a soltar una de sus largas exhalaciones.
Respiró de nuevo. Uno, dos, tres… necesitaba recuperar la compostura. Había trabajado también para ello. Controlar la ira había sido primordial después de que los asesores mágicos comenzaran a escasear. El actual consejero era el décimo en dos años y necesitaba conservarlo algún tiempo más.