Mira más allá

Capítulo 3

Ashley permanece paralizada, viendo hacia la dirección en la que su hijo se fue sin una pizca de duda. Yo estoy igual. Creo que es la primera vez en mi vida que veo a alguien tratar de esa forma a su propia madre. Eso crea coraje dentro de mí, lo siento crecer en mi estómago.

—Dios, Miranda, no sabes lo avergonzada que me siento —la mujer voltea y me mira, con un rostro decaído—. Te aseguro que no volverá a pasar, voy a encargarme de esto.

—Señora Lukasiac, descuide —niego con la cabeza—. Fue en parte mi culpa, le hablé mal, por eso estaba molesto.

La verdad detesto la actitud del chico, tan acida e hiriente, pero no quiero que me tenga más rabia cuando su madre le regañe.

—Sé que no es así, conozco a mi hijo —se sienta en la mesa.

Tampoco soy muy buena excusando cosas inexcusables. Que se haya molestado conmigo es aceptable, pero que le haya hablado así a ella, que estaba en todo derecho de reprenderle por su actitud... ¿De dónde sacó las agallas?

—Lo que voy a decir puede sonar algo grosero, pero ¿por qué Ian es así?

Ashley me mira y suspira de forma pesada. Llevo preguntándome eso dese el momento en que entró a la residencia, y no pretendo quedarme con la incógnita mucho más.

—La verdad nunca ha sido la persona más adorable del mundo —ella suelta una risa muy por lo bajo—. Ya sabes, no es de los amistosos —busca qué más decir—. Han pasado cosas, y con la mudanza creo que su ánimo empeoró, por eso lo entiendo un poco, aunque sigue en problemas por lo que hizo.

Por su expresión, creo que no debo indagar más en el tema: es algo personal. Como no quiero verme metiche, lo dejó ahí, con unas enormes ganas de saber qué hay detrás de Ian y su personalidad tan particular.

Ashley se despide diciendo que su esposo debe estar desesperado por que salga. Según ella, solo venía a tomar agua, y acabo metida en una discusión con su hijo.

Ahora vuelvo a estar sola en la cocina, lavando los platos pendientes y con demasiados pensamientos revueltos en mi cabeza. Entre ellos, se encuentra una seria comparación entre los padres de Ian y los míos. Los suyos, con los pocos momentos que he presenciado hasta ahora —porque, bueno, llegaron ayer apenas—, muestran mucho afecto hacia él. La forma en la que Roy me pidió que le preparáramos unos panqueques también me pareció adorable, pues el hombre comía rapidísimo para irse a vestir; con todo y eso se preocupó del chico.

De hecho, antes de irme a la fiesta, al pasar frente a ellos junto a Jake, ya que seguían charlando, Roy me preguntó si sabía cómo seguía Ian, a lo que mentí diciendo que el chico me había dicho que dormiría para dejar pasar el malestar. Al ser el hijo único, debe recibir bastante atención, aunque no la quiera.

Los Lukasiac son todo lo que los Vander nunca fueron, al menos no conmigo.

No importa donde vaya, no puedo escapar de ellos, no como quiero. Tampoco es que en la vida exista un botón de borrado, como si las cosas pudieran desvanecerse.

Con los recuerdos se vive a la buena o a la mala.

El apellido Vander es un privilegio que muchos codician. ¿Quién no quisiera todas las riquezas, propiedades e influencias que esa familia posee? Yo era heredera de ellas, y las negué voluntariamente, decisión que todos los días es refrescada en mi cabeza.

Mi padre, un actor y director cinematográfico. Mi madre, diseñadora de ropa y empresaria. Mi hermana, modelo y actriz. Por último, mi hermano, tenista profesional.

Una familia bastante afortunada. Cada quien sabía cuál era el área donde podía arrasar y buscar la fama, alcanzándola en cuestión de nada. Todos, menos la menor de los hermanos. La pequeña Miranda, quien no comprendía la vida siquiera, solo obedecía a su madre. Esta la vestía como muñeca, le alistaba en todo tipo de actividades: canto, ballet y teatro, tratando de despertar su talento, aquel que la llevaría por el mismo camino que el resto de sus parientes.

Cuando quedó bien claro que el canto era lo suyo, comenzó a ver clases en casa y a dedicar mucho más tiempo a este que a nada. La escuela fue reemplazada por una tutora, y apenas veía el mundo de vez en cuando, aunque nunca a la luz de los paparazis. De resto, hacer lo que ellos decían era de lo que trataba su vida.

El día en que la pequeña Miranda, o bueno, el día en que yo abrí los ojos, tenía unos once años. Siempre había estado harta de los lujos, las restricciones y el encierro, pero a esa edad llegué a mi punto límite. No sabía cómo quitarme a mi madre de encima para que dejara de forzarme a ensayar canciones que nunca cantaba a nadie más que a ella.

Mi familia era una cosa frente a los medios, y otra a puertas cerradas. ''Los Vander: la familia perfecta''. Eso decían, la realidad era otra. Tanto a mi hermano Mike como a mí nos llevaban casi a rastras a nuestras actividades; Madison, la mayor, era diferente, amaba la atención, las cámaras, salió bastante a nuestros padres. Poco a poco Mike se fue ganando fama por su gran habilidad con el tenis a su corta edad, y yo seguía tras bambalinas, sin querer seguir los pasos de ninguno de ellos.

Tenía doce años cuando ocurrió la pelea. Mi padre me dijo que habría un concurso de canto muy popular, versionado para niños, y que con mi voz podía destrozar a todo mundo —con eso y con dinero también, claro—. Lo que reventó el globo fue que, casi como un adulto, me crucé de brazos y dije que no.

Jamás había visto a mi madre tan molesta, y a mi padre tan decepcionado. Mis hermanos actuaron de forma indiferente, cosa que me rompió el corazón. Mientras mi madre me gritaba que era una malagradecida, mi padre observaba, y Madison se llevaba a Mike para escapar de la situación. Esperaba que al menos este ultimo me defendiera, pero no hizo nada.

A fin de cuentas, era solo otro modo para aumentar ingresos, para generar más fama a un apellido.

Lo último que mi madre dijo fue: ''Si no vas a obedecer, entonces vete''. Por supuesto, no esperaba a que yo, con toda la seguridad del mundo y sabiendo muy bien a donde me iría, respondiera: ''Me voy''. Su cara fue un cuadro.




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