Han pasado dos semanas desde la mudanza de los Lukasiac a la residencia. Ellos llegaron, y la mujer que vivía en mi piso con su hija se fue, justo hoy por la mañana. Es usual tener gente que solo se queda un periodo corto de tiempo, ya sea en vacaciones o por unos cuantos meses. Pocos son los que llevan más de un año aquí, que son justamente a los que llamo familia.
Luego de la no muy sentimental despedida, me vine con Jake a limpiar el establo de los caballos, a quienes dejamos corretear solos por el territorio de la residencia, que es extenso para que se paseen donde quieran.
Jake, con su buena presentación y personalidad radiante, no logró entrar en el trabajo de la zapatería, pero sí en un café-karaoke que trabaja casi llegando a la ciudad. Algo lejos, pero le pagarán bien, e incluye los gastos de transporte y comidas. Tendrá más días libres, pero en ocasiones se quedará hasta muy tarde, cosa que tampoco le es una molestia mientras gane lo que le prometieron.
—Estos caballos son mucho trabajo —suelto, con cierto cansancio. Hay que reemplazar el heno del suelo, llenar el bebedero, y para colmo bañar a esas bestias gigantes una vez cada dos semanas—. Por suerte son solo dos, si no, no sé cómo haríamos.
—A ti te cansa porque todo lo que haces es... nada —resume Jake, burlón—. Yo, por mi parte, hago ejercicio. Te hace falta, querida.
—Muy chistoso —pongo los ojos en blanco.
Mientras sacamos el heno viejo en una carreta para dejarlo fuera del establo y recogerlo después, notamos como el hijo Lukasiac, Ian, está saliendo del bosque con su guitarra y un cuaderno.
—Ese chico es muy raro —menciona Jake en un murmuro. No tiene que hablar tan bajo, Ian ya está bastante lejos.
No le he comentado absolutamente nada de lo que pasó los primeros dos días de haberse mudado. Lo que menos deseo es a mi mejor amigo viendo al chico como perro rabioso. Yo misma he decido solo ignorarlo, hacer como si no existiera. Es difícil, porque a cada rato me lo cruzo saliendo de mi apartamento, en la cocina, en la sala... No hemos hablado, ni nos hemos mirado siquiera. Tampoco me agradeció por la comida que le hice aquel día, claro. No esperaba que lo hiciera.
—Sí, pero sus padres son adorables —cambio de tema.
—Oh, sí, Roy me estuvo hablando hoy en la mañana sobre lo difícil que era conseguir un trabajo fijo de electricista. Parece que simplemente se quedará con un servicio a domicilio.
—Me lo comentó ayer Ashley. Tomó confianza bastante rápido —sonrío. Esa mujer es todo un sol—. Ella ya tiene un trabajo en un ambulatorio.
Así la conversación pasa de una cosa a otra, como siempre sucede. Luego de media hora nos toca bañar a los caballos. Jake se encarga de traer a la yegua, Dolly, para ser la primera en bañarse. La guía con el arnés hasta el palo frente al establo donde los amarramos. No son inquietos mientras los bañamos, y creo que hasta les gusta.
Yo, con un cepillo, les quito la suciedad que puedan tener alrededor del cuerpo. Jake los moja con la manguera y, ya húmedos, les aplicamos champú. Es casi el mismo proceso que con los perros, o los mismos humanos. Siempre soy yo quien acaba sobre el caballo lavándole bien la melena, mientras que él se encarga de la cola. Por último, los secamos con una toalla y ya damos por terminada la tarea.
—Hace frio —se queja él, echándose algo de agua encima, ya que la que sale de la manguera está tibia.
—Deja de hacer tonterías, te vas a resfriar —le regaño, tomando la manguera, aunque él de un movimiento rápido la vuelve a tomar y me moja más con ella.
—¡Para! ¿Cuántos años tienes?, ¿seis? —le grito riéndome.
Como cualquier persona madura, tomo el balde con agua y champú para caballo y se lo echo encima. Lleno de espuma, comienza a perseguirme. Corro por mi vida, pues en el momento que logre atraparme seguramente acabaré en la piscina, que está considerablemente mucho más fría que el ambiente.
Ambos estamos descalzos, corriendo sobre el pasto, empapados de pies a cabeza... miento si digo que no es una imagen común cuando bañamos a los caballos. Las cosas suelen terminar así.
—¿Para qué corres? ¡Sabes que igual te atraparé! —me grita detrás. Yo no paro.
—¡Ni loca dejo de correr! —respondo.
Corro en paralelo a la piscina, con Jake pisándome los talones. Miro sobre mi hombro por un momento antes de cruzar la esquina hacia la zona donde está la entrada a la residencia, y en ese milisegundo que no miro por donde voy choco muy fuerte contra alguien.
Oigo un quejido justo antes de caer sobre el cuerpo que golpeo. Siento a un objeto grande caer a un lado, rozándome el brazo, y veo como hay distintas prendas regadas por ahí. Levanto más la cabeza y observo cómo Ian está a punto de asesinarme con los ojos
No solo lo tiré al suelo, sino que también regué la ropa que sacaba a lavar, y además lo estoy dejando todo empapado por el contacto que nuestros cuerpos tienen ahora. Mis manos siguen en su pecho, y nuestros ojos se conectan con distintas expresiones: la mía, una de terror absoluto; la suya, una de ganas de matar.
—Lo... lo siento —murmuro—. En serio lo siento —digo más fuerte, quitándome de encima.
—Dios, Miranda, ¿qué hiciste? —dice Jake al llegar a la escena, aguantándose la risa.
—Ser una molestia, qué raro —masculla Ian, comenzando a levantarse.
Intento ayudarle a recoger el desastre, pero al chico la basta una mirada molesta para decirme con ella que lo mejor es que me aleje. Eso hago.
—¿Cómo dijiste? —le reta Jake, cambiando por completo su rostro.
Ian acaba de recoger la ropa tirada y se levanta, yo permanezco al lado de Jake, temiendo lo que pueda suceder a continuación. Ian no responde.
—Te pregunté qué dijiste —repite mi amigo, acercándose de forma amenazante a Ian.
El chico, sin temer ni un poco por su integridad física, pasa al lado de Jake chocándole el hombro a propósito.