Me quedé en silencio por un rato.
—¿Acaso estás drogado? O sueles decir cosas sin sentido a esta hora, ¿de qué estás hablando? — suelto una carcajada silenciosa de su absurdo comentario.
Se pone de pie dejando los papeles en la silla, empieza a dar vueltas por toda la habitación sin decir nada, como si buscara las palabras ideales. Se vuelve a acercar, pero al otro extremo de la cama, se recuesta en la pared y me mira.
—Nataly, solo por curiosidad — me dice fingiendo amabilidad —, ¿cuándo pensabas devolverme el libro que te robaste de mi casa?
La sangre se me hiela con la sola pregunta. Su mirada se vuelve escrutadora, como si supiera lo que estoy pensando. Como si supiera que me siento atrapada y que debo crear una mentira en este momento. O quizás yo sola me estoy haciendo ese tipo de ideas.
Mierda.
—Yo, yo no — comienzo a negar con la cabeza —, no sé lo que...
—¿Acaso crees que no sé qué te llevaste el diario de Lenina Miller? — eso me deja sin hablar.
Ahora si estoy atrapada.
—¿Sabes quiénes son ellos? — le pregunto rindiéndome —, ¿tú la conociste?
—Esa no era la respuesta que esperaba, pero dado que me lo acabas de confirmar — se encoge de hombros —, es más sencillo empezar.
—Por favor sé más claro — le pido —, ¿cómo lo descubriste? Digo, tienes más de mil libros en tu biblioteca — y el diario estaba empolvado, como si nadie lo hubiera leído en décadas.
—Tengo que ser franco, casi no lo hago, incluso nunca pude haber notado la ausencia del diario, pero — hace una pausa —, tú cometiste dos errores que me hicieron sospechar.
No le respondo, al menos no con palabras, pero mi expresión debe ser muy notoria.
—¿Recuerdas el día que te invité a un tour por la ciudad? — asiento sintiéndome estúpida —, no debiste mencionar mi biblioteca, y tampoco iniciar ese tipo de conversación que tuvimos al final... — intento recordar las conversaciones que tuvimos, fueron tantas que solo terminó perdida.
—¿Cuál conversación? — quiero saber —, y por favor ve al grano, ya basta de rodeos.
Retoma la caminata por la habitación.
—Sobre cómo te sentías sobre la rivalidad de los lados, lo ilógico que era para ti — alza las cejas —, pero eso no te delato tanto como escucharte decir que creías en la idea de abolir la separación de lados, como pensabas en que todo era mejor con una unión... — suspira —, y para rematar, confirme mis sospechas al verte buscarla en los anuarios del sótano.
—¿Y acaso eso es algo malo? — salto de repente, ignorando ese último comentario —, y que tiene que ver eso con el diario...
—Nataly, ese tipo de dudas, ese tipo de ideas están escritas en ese diario, ideas tan peligrosas de decir — responde sin exaltarse, aunque su voz está subiendo el volumen —, y no intentes negarlo, porque ya lo he leído, no tarde mucho en unir puntos, lo que lo confirmó fue la ausencia del diario en la biblioteca.
—Y me imagino que por eso me tienes amarrada a una cama — concluyó —, porque me llevé un estúpido diario, ¿¡por eso estoy aquí!?
—Querías que te respondiera lo del principio — me dice metiendo las manos en los bolsillos —, bien eso haré — asiente convencido y regresa a la silla en dos zancadas, levanta la pila de hojas y escoge dos, las más marrones y las más gruesas, me las entrega con cautela —, léelas.
Se las arrebato sin alternativa y las veo.
Son dos certificados de nacimiento. Uno es de una niña, que nació el diecinueve de agosto de 1999. Cuando leo el nombre, un atisbo de reconocimiento se enciende en mi mente. Se llama Hanna Lenina Blake. El otro es de un niño, que nació el 3 de octubre del 2004. Su nombre es Liam Alexander Blake, intenté recordar algo sobre este nombre, pero no se me viene nada a la mente.
—La chica es... — empiezo, insegura —, la bebe, debe ser la hija de Lenina, es lo que recuerdo que leí en su diario.
—¿Solo eso me vas a decir? — me pregunta entrecerrando los ojos.
Me río.
—¿Qué más quieres que te diga? — vuelvo a ver los certificados, por si algo se me pasó por alto.
En un movimiento inesperado, cierra la distancia y se pone de cuclillas en la orilla de la cama. Deja sus codos sobre el colchón y me examina.
—Mira bien esas fotografías Nataly, míralas — las he visto tanto tiempo que ya no es necesario, a pesar de eso lo hago un segundo más —, ¿no reconoces esas fotografías? ¿A los bebes?
¿Qué?
Niego con rapidez.
—Claro que no, ¿de qué estás hablando? — cada vez lo entiendo menos.
—¿Ninguna de las dos? —insiste.
—No, ninguna, en verdad sé más claro, ¿de qué estás hablando? — vuelvo a preguntar desesperada.
Lo busco esperando una respuesta pronta, pero se toma su tiempo, algo que percibo como una forma que tiene de torturarme. Se dedica a ver los certificados. Su mirada regresa a mí por lapsos, como si estuviera esperando otra cosa. Suspira y me quita ambas hojas, las ve de nuevo, después las voltea hacia mi, dejando su cabeza entre ellas.
—Pues ahora todo me parece más obvio — me susurra —, Nataly, este certificado — menea el de la niña —, es el tuyo, y el del chico es el de tu hermano. — Abro más los ojos, estupefacta, pero Skandar no ha terminado —, Nataly, tú y Joseph son los hijos de Lenina y Dylan.
La sola frase rebota en mi cerebro, se repite como un eco. Intentó replicar o emitir un sonido, pero las palabras se quedaron atascadas y no tienen salida. Bueno, eso hasta que regresó a este plano y soy consciente de la pila de estupideces que estoy oyendo.
Me río.
No, no es una risa, es una jodida carcajada, una tras otra.
—¿Esto es una broma? — digo cuando consigo tomar aire —, si, si claro que lo es, porque no hay manera de que te crea algo tan estúpido — prosigo hasta casi toser —, ¿ya dime en donde tienes la cámara escondida...?
—Nataly, esto no es una broma — me interrumpe muy serio, pero mi paciencia se ha agotado.