La temperatura sorprendentemente colaboraba, era un día despejado y lo único que desentonaba en tan agradable tarde era la expresión preocupada de mi prima. Ambas íbamos de regreso a casa en su Audi, la radio reproducía una canción en inglés y mediante subíamos terreno su nerviosismo era cada vez más perceptible.
—Solo son cuatro meses, Giulia —musité de brazos cruzados —. ¿Qué tiene de malo? ¡Date cuenta lo afortunada que eres y sonríe!
—No lo entiendes —suspiró de vez en cuando echándome un ojo —. Sé que es una oportunidad única para mi, Sofía, pero la cuestión es como lo tomará mamá.
Y le di razón en ese detalle con amargura. Giulia y yo nos llevábamos año y medio de diferencia, ella era una muy buena chica cuando se hablaba de comportamiento, desempeño académico y ni hablar de su amabilidad tan cautivadora, era como tener a una a mi lado una santa. Uno de sus sueños más vívidos era viajar y ahora que tenía la propuesta de ir a estudiar a cualquier país europeo en bandeja de plata dejaría que la tía Francesca y su apego maternal se saliera con la suya. Eso tenía que evitarlo yo, porque a pesar de todo lo buena persona que era mi prima a veces no tomaba en cuenta su propia felicidad antes que la del resto.
Como dije, una santa.
—Al menos sabemos que mi tío aceptará sabiendo como va la economía —puntualicé tratando de aligerar el ambiente, cosa que no funcionó en lo absoluto—. ¿Ya sabes a dónde ir? Repíteme cuales ofrecieron.
La castaña suspiró una vez más y segundos después respondió.
—Inglaterra, Francia y Países Bajos —repitió con desdén —. No me quiero hacer ilusiones antes de que lo firmen.
Blanquee los ojos fastidiada por su actitud.
—Tú, Giulia Minelli, definitivamente eres una gallina —solté mirándola por el rabillo del ojo —. Sé positiva, prima. Si vas podrías traerle compañía a Rocco.
—O tal vez, podríamos pretender que no pasa nada por un segundo y llegamos a casa en silencio —sonrió impaciente mientras enarcaba ambas cejas. Yo cedí sin ganas de llevarle más la contraria por lo que quedaba de día.
Dejamos que la voz del cantante de una balada aligerara el ambiente mientras miraba el asfalto perderse detrás de nosotras.
Minutos más tarde nos detuvimos frente al portón del conjunto residencial Galileo, fue suficiente con saludar Piero para que nos dejara pasar y próximamente estacionar en nuestra casa, la número diez. Su fachada era crema como las del resto del conjunto, el pasto verde perfectamente cortado y los girasoles a los costados de la puerta eran los primeros en darte la bienvenida a la morada Minelli.
Mi hogar durante el último año.
Desde el accidente de mis padres, mis tíos y obviamente, Giulia, me han tenido la puerta abierta en todo momento brindándome todo su apoyo junto con el resto de la familia. No negaré que extrañaba en demasía a mi madre y sus risas tan sonoras pero agradables, una mujer de amor incondicional y luchadora, dedicada a todo lo que valía la pena prestar atención; también extrañaba a mi padre, que después de pasar largas horas trabajando en la panadería del centro, llegaba a casa exhausto aún así con una sonrisa tan hermosa que apenas se notaba el peso que cargaba sobre sus hombros.
Pero fue ése día, el 17 de marzo del 2019; que Lilianna y Sergio Giordano, fallecieron en un accidente automovilístico nocturno dentro de una lluvia torrencial, me dejaron huérfana a los quince años y días más tarde me acogieron los Minelli como otra hija suya, siendo el tío Stefano hermano mayor de mi madre.
Y no había un día en el que no agradeciera eso.
Detrás de la puerta de entrada, nos recibió el cachorro de Shit Zu de mi prima, Rocco movía su cola de lado a lado y con alegría daba pequeños saltos a nuestras piernas en actitud juguetona. La castaña lo tomó en brazos alegre y le dio muchos mimos mientras que el perro le lamía la mejilla derecha y la punta de su nariz.
— ¡Llegamos, tía Fran! —hizo eco en toda la planta baja mi anuncio.
— ¡En la cocina! —respondió ella invitándonos a dicho lugar.
El olor a galletas y a naranja deleitó mi olfato, miré a Giulia de refilón y ella también notó lo mismo.
Sobre la pequeña ventana encima del lavadero estaba un plato de galletas de naranja enfriándose y la sonrisa satisfecha de Francesca nos recibió con calidez, depositando sobre nuestras mejillas un sonoro beso tan característico de ella.
— ¿Qué tal la escuela, chicas? —dijo la blonda con una sonrisa serena.
Una pregunta que, inevitablemente se volvió monótona con el pasar de los años no importaba a que niño o pubescente se le preguntase; ambas contestamos con un desenfadado bien, acto seguido de acogerla en un abrazo y que Giulia le contase sobre su día a detalle mientras que yo me refugiaba en las cuatro paredes de mi habitación.
Ya iban a dar las cinco de la tarde, aproveché los últimos rayos solares de la tarde y salí al pequeño balcón de mi habitación con mi teléfono en mano. De el, la melodía de una balada de rock inundaba la habitación al tiempo en que a ojos cerrados recibía la luz dorada y me distraje pensando en desvaríos relacionados con mi futuro trabajo, puesto que ya a mi dieciséis años —próximamente diecisiete—, me daba vergüenza pedir dinero por cosas insignificantes.
El parecido familiar que poseía con mis tíos eran cuestionables, físicamente hablando, aparentemente soy la versión femenina de mi padre que, en vez de poseer la lisa cabellera castaña de los Minelli, el tono bronceado natural y ojos de tono avellana tengo una abundante cabellera ondulada de un pelirrojo oscuro casi tirando al castaño, tez pálida cremosa y la única herencia icónica de Lilianna Giordano que me tocó tener fueron sus ojos verdes azulados al igual que su testarudo carácter, según mi tío Stefano.
En resumen, nunca pasaba desapercibida.
El tiempo dentro de las cuatro paredes pasaba rápido, luego de esa leve sesión de bronceado me senté y completé las asignaciones pendientes hasta que alrededor de las siete y media de la noche los suaves toques a la puerta seguido del llamado de Giulia.