Mirada Rota

06.- Inconsciencia

Ya hacía casi un mes del tortuoso encuentro Giovanni y su presencia había pasado por alto en los alrededores de Galileo, la puerta de su balcón permanecía cerrada a toda costa, y cuando era abierta presenciaba el mismo acto sinvergüenza que me revolvía el estómago. Hacía el intento de llamar su atención y decirle que no lo hiciera o al menos no frente a mi, pero nada más me dejaría como la vecina chismosa y acosadora.

Cada vez que pensaba en él, sangre y cicatrices me inundaban la mente, como el líquido rojo salía a borbotones conforme cortaba su pálido ser y como era mínima la gesticulación en su rostro que ponía en evidencia el dolor que experimentaba.

¿Cómo podría vivir con ello? Casi nunca coincidíamos, y cuando sucedía se trataba de su mirada cargada de frialdad que hacía lo posible para evitar mi descarado escrutinio.

¿Por qué me preocupaba?

Mejor dicho ¿Cómo dejar de hacerlo?

De alguna manera me sentía cómplice, nada más quedarme ahí parada en silencio observando sin poder decir una palabra acerca de la situación me abrumaba. Los exámenes finales me tenían los pelos de punta, la cantidad de cafeína que consumía por las noches ayudaba por ratos y los pequeños descansos que me permitía reparaban en cuatro horas de sueño que recuperaba durante las puestas de sol que más adelante me pasarían factura durante la madrugada.

Terrible, lo sabía.

—Espero que hayas descansado, Sofi —la tía Francesca me estrechó en sus brazos con una sonrisa. Portaba un vestido ceñido color gris, su cabello rubio estaba perfectamente peinado, su cuello lo adornada un collar de perlas a juego con sus aretes del mismo material —. Tu tío y yo vamos saliendo, cuídate mucho pequeña.

—Si pasa algo no dudes en llamar, Sofía —informó esta vez mi tío Stefano desde el espejo del recibidor, acomodando la corbata de su traje —. Estaremos aquí para mañana en la tarde, cuando saques a Rocco procura no ir muy lejos ¿De acuerdo?

Asentí pronunciando un leve si.

—Feliz aniversario —dije a modo de despedida antes de ir a la cocina y tomar un trozo de pastel de zanahoria y un vaso de leche.

Una cena de campeones.

—No te atiborres de postres, Sofía —escuché antes de escuchar la puerta de entrada cerrarse y minutos más tarde la mía con un vaso de agua en la mano.

Eran las tres de la madrugada, la cobija sobre mi espalda cubría mis hombros descubiertos, de tanto en tanto daba sorbos al vaso de agua que tenía en la mano y la vista al amplio cielo nocturno me relajaba conforme daba algunas bocanadas de aire. Minutos más tarde hice el amague de regresar a mi habitación cuando un deportivo azul marino estacionó frente a la casa del vecino, usé la oscuridad a mi favor y me oculté detrás del umbral con los ojos puestos en la escena.

Del auto salió él, alto y bien proporcionado con cabello castaño ondulado. Giovanni.

El pobre se balanceaba de un lado a otro en el jardín de su morada probablemente ebrio. Su cabello usualmente lucía de manera despeinada pero decente, esta vez cada hebra de su cabeza señalaba una dirección diferente y su ropa, hecha jirones era poco decir. Su camisa arrugada tenía los primeros botones desabrochados y los vaqueros oscuros lucían mojados desde las pantorrillas hacia abajo.

Lo que más me extrañó fue el repentino cambio de rumbo. Lo que parecía un zigzagueante y tropezado caminar a la puerta de su casa, terminó en una caminata igualmente torpe y pesada en dirección a la mía. Se detuvo detrás de los densos arbustos perfectamente cortados de la entrada, dejándose caer sobre sus rodillas y finalmente con ambas manos sobre su cabeza aterrizó sobre el césped cayendo en la inconsciencia. O al menos eso aparentaba el deportista con total naturalidad.

Después de una media hora, el castaño yacía en el mismo lugar donde se había dejado vencer sin ninguna intención de preocuparse sobre su estado o el hecho de haberse tirado en mi jardín. A esas alturas debatía en esperar a que alguna súbita chispa de consciencia surcase su mente y lo alentase a irse a casa, pero sinceramente perdí las esperanzas en ello los últimos dos minutos y la única salida que tenía era intentar despertarlo y llevarlo a su casa.

Me daba lástima ¿Para qué mentir? Era lo más considerado que podría ofrecerle dada la situación; aparte agradecía la ausencia de mis tíos y por ende cualquier tipo de reprimenda empezando por mi descarado cotilleo.

Ya imaginaba la reacción de la tía Francesca al ver al vecino siendo prácticamente arrastrado a su casa por su querida sobrina o por lo menos sacaría al pobre chico a sartenazos.

Admitía que le debía una al tío Stefano por la muy conveniente salida de aniversario.

¡Bendito seas Stefano Minelli!

Tomé un suéter de lana antes de bajar las escaleras y salir a su rescate, ahí estaba el pelinegro tendido cerca de los girasoles. Conforme más me acercaba a su encuentro la característica pestilencia a licor invadió mis fosas nasales provocándome arcadas.

En mi corta vida, las personas ebrias no eran algo que presenciara con frecuencia por suerte. Los que me rodeaban eran lo suficientemente sensatos como para no sucumbir al alcohol o por lo menos no completamente a el. En mi caso los borrachos nada más eran reales en la televisión, también sabía que una persona sudaba el alcohol que consumía pero no tenía idea de tal pestilencia sacada del mismo infierno.

—Giovanni... —susurré aplicando alguno que otro toque con mi pie a sus costillas —. Hey, Rizzo, vete a tu casa.

En respuesta, quejidos y sonidos ininteligibles provenían de él. Había dicho algo pero no logré entender.

— ¿Qué? Giovanni, no está bien que estés aquí —exclamé en volumen bajo, esta vez no obtuve algún tipo de respuesta por lo que reuní toda mi fuerza de voluntad y me arrodillé a su altura —. ¿Giovanni? ¿Estás ahí?

Obtuve una confirmación muy particular, sus ronquidos se hicieron presentes y por inercia hice un mohín.




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