MÍrame

1. Mírame... Ray

La selva urbana se desplegaba ante él, salvaje y ruidosa. 

Consumido por la ciudad, con las manos en los bolsillos, Ray enfocaba su escasa concentración en el camino de vuelta a casa. El sonido del tráfico retumbaba en sus oídos, algunos viandantes le encararon, e incluso lo empujaron cuando chocó contra ellos. Él no respondió. Bastante le costaba arrastrar los pies hacia casa.

A su limitada lucidez no le importaban los gritos de los transeúntes, ni el uso correcto de los pasos de cebra. Su suelo se tambaleaba, las madres apartaban de él a sus hijos y le llegaban de lejos las carcajadas de los jóvenes. Se burlaban de su borrachera, pero no le importaba. Solo seguía adelante, esforzándose en no caer cuando miraba hacia atrás.

Que no lo siguieran, que un desconocido no vigilara sus pasos. Eso sí le preocupaba.

Frente a su bloque de pisos, este giraba y giraba. El mundo entero daba vueltas, pero eso no le impidió escrutar la calle. El viento soplaba sobre las copas de los árboles que se movían como tiovivos.

No había nada.

Ray eructó su berrido tronó por toda la acera, asustando a un perro abandondo. El regusto amargo de su aliento a cerveza aún pesaba en su boca mientras abría la puerta.

Todo parecía estar bien.

No vio la vergüenza ajena que sintieron los vecinos cuando entró en el ascensor. Tambaleándose y con la chaqueta manchada, refullaba sudor dentro del cubículo que ascendía.

Tampoco quería ver al viejo de cincuenta años, borracho y medio calvo que devolvería el espejo. Desde que esa jovencita entró en el bar, se sentía repugnante por primera vez en su vida.

"Michelle"

Su nombre se repetía mientras se colocaba la alianza de camino a la puerta de su piso, contra la que peleaba blandiendo la llave y gritando improperios de borracho.

–¡"Putaah"..."cerrrragdurah" de los "guevos"! –gritaba golpeando la puerta–. ¡Ábrrrete ya! ¡Meb cagoen Dioosshh!

Cuando consiguió entrar casi vomita en el recibidor. Ese maldito ambientador el revolvía el estómago.

Como lo odiaba.

Las arcadas duraron poco. Su peste a alcohol pronto engulló el olor a cerezo, y también dejó su rastro rancio por el pasillo que daba al comedor. Andaba por él a tientas, sujetándose a las paredes hasta la puerta de la cocina. A apenas distinguía la silueta de su mujer. Sussane ponía la mesa ajena a Ray, que tambaleándose, la miraba tras el cristal.

Ella no sabía nada de su manía persecutoria, ni de los pasos que le seguían por la calle y mucho menos de su medicación. Solo sabía de sus terrores nocturnos y solo porque no podía controlarlos. Esa etapa la superó hace muchos años, pero ahora había vuelto.

Su mano nudosa entró como pudo en el bolsillo. 

El bote. Sí, estaba allí.

El tacto del plástico que guardaba sus pastillas le relajó, dejó que el olor a comida le envolviera y despertara por fin su apetito.

Irrumpió en el salón. Su mujer se asustó y luego arrugó la frente de disgusto cuando lo vio sentarse en la mesa. Borracho, tambaleándose, sudoroso y apestando a alcochol, Ray ni si quiera la saludó antes de coger la cuchara.

Ya podía relajarse. Solo eran imaginaciones suyas.

No lo perseguían. No lo espiaban desconocidos.

Ray, de cincuenta y tantos años, el que ahora engulle sin descanso, cree que todo se arregla con su pastilla.

Jamás, en ninguna de sus peores pesadillas podría imaginarse que iba a morir.

Y sería en breve.

Continuará



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En el texto hay: historiacorta, psicolologico, romance obsesivo

Editado: 14.06.2018

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