Cuando entré al aula Kate leía el libro que acababa de regalarle. Me senté en mi puesto y le pregunté que tal su nuevo libro. Sonrió y dijo que era tan bueno como pensaba.
—Stephen Parker nunca podrá defraudarme.
Fueron sus palabras y yo dije que más le valía, pues me había costado un ojo de la cara, cosa que no era del todo cierta; el libro no era una baratija pero no me refería a eso, me refería en realidad a que no quería volver a ver la tristeza de hacía dos días en la cara de Kate, ni siquiera por un libro. Ella sonrió a mi comentario y dijo que estaba comprometida para cuando llegara mi cumpleaños, bromeé nuevamente.
—Este segura de ello, señorita.
Otra vez ocultaba un sentimiento, cuando con un beso suyo tendría suficiente. La puerta del aula se abrió y se hizo el silencio. El aula había estado llena de cuchicheos y risas, aquella era nuestra hora libre de literatura, pero la sub-directora acababa de interrumpirla y eso solo podía significar una cosa: habían conseguido un nuevo profesor o profesora de literatura.
La sub-directora nos escudriñó con la mirada, esa mirada de todo representante de educación adolescente que agudiza sus ojos en busca de fallas al código institucional. Tuvimos suerte, acabábamos de entrar del receso y nadie había tenido chance de sacar las revistas Seventeen, los esmaltes de uñas y las cartas de póker. Kate se apresuró en guardar su libro, la sub-directora no lo notó. Nadie suele mirar a la primera de la clase en busca de fallas a las normas.
—Buenos días, clase. Espero que estén teniendo una mañana agradable. Como sabrán, esta hora la habían estado teniendo libre a causa de los múltiples problemas que hemos tenido, gracias al cielo ya hemos solucionado ese inconveniente. Su nuevo profesor de literatura está ultimando detalles con el director y subirá en un momento. Pórtense bien mientras esperan.
Cuando la puerta estuvo cerrada el aula se llenó de cuchicheos:
«¿Cómo será? ¿Será como nuestra profesora anterior? ¿Será amargado?»
Fueron algunas de las frases que pulularon por espacio de diez minutos. Al cabo de los cuales la puerta volvió abrirse, dando paso a un hombre de unos cuarenta años, de cabello negro, mirada penetrante y aire de brabucón. Cuando lo vi mi primera impresión fue: «Adiós a la hora libre de literatura» Y supe que no me equivocaba al pensar que toda la clase tuvo el mismo pensamiento, con excepción de una sola persona: Kate Flint.
Cuando eché un vistazo alrededor para ver la reacción del resto, la vi. Tenía los ojos muy abiertos, le brillaban, estaba rígida en su asiento, contenía el aliento y parecía a punto de explotar. Fruncí el ceño.
—Buenos días, adolescentes. Cuarto curso, ¿no?
Un murmullo afirmativo contestó. El profesor dejó sus cosas en el escritorio, sacó un marcador y nos dio la espalda. Apoyó el marcador en la pizarra y de inmediato lo bajó. Se giró hacia nosotros y nos miró pensativo.
—¿Alguno de ustedes sabe cómo me llamo?
Miré alrededor, todos tenían la misma expresión que de seguro yo tenía: confusión. ¿Cómo podríamos saber su nombre si acabábamos de conocerlo? De pronto la mano de Kate se alzó como una vela de barco. Lenta, temblorosa, pero segura de la respuesta como siempre. Todas las miradas se posaron en ella, el profesor le asintió con la cabeza y ella contestó con un ligero temblor en su vocecita.
—Stephen Parker.
Mi mirada viajó instintivamente hacia Alina y no podría decir que me sorprendí al encontrarla viéndome. Nadie más entendía lo que pasaba, pero cuando Kate habló, Alina y yo comprendimos. Nuestro nuevo profesor de literatura era el escritor favorito de Kate. El profesor sonrió.
—En efecto ese soy yo. Disculpen si parece que mi ego es muy grande, pero siempre tuve curiosidad sobre los adolescentes. No suelen ser mi mayor público y veo que no me equivoco —Señaló a Kate con el marcador—. Solo una sabe quién soy.
—Kate lo sabe todo, eso no es sorpresa —bromeó Emilio en voz baja. El profesor no lo escuchó.
—Dígame, ¿señorita....?
—Kate Flint.
—Señorita Flint, ¿Cuál de mis libros ha leído? —La clase comenzaba a entender lo que sucedida, solo a medias, ninguno de ellos conocía tan bien a Kate como para saber que tenía delante de ella a su Messi o a su Christina Aguilera.
—Cenizas Violetas, El Niño y el Pozo, ¿Camila o Tyra?, El cadáver de Joshua, Vientos Amargos, Silencio de Mendigos...
El profesor Stephen se veía gratamente sorprendido y me sentí feliz por Kate, aunque por el temblor de su voz era fácil reconocer que estaba a punto de sufrir un colapso nervioso. ¿Cómo culparla? Sentí la tentación de gritarle a Stephen:
«¡Lo admira desde hace años! ¿No es obvio?»
—¿Cuál de esos te gustó más?
La interrumpió Stephen. Miré a Kate y me imaginé a Messi frente a mi preguntando: ¿Cuál de mis goles te gustó más? Sin duda respondería: ¡Todos! Imaginé que eso diría, hasta que la vi ponerse roja como un tomate, sobre la superficie de la mesa cerró las manos en dos puños y supe qué pasaba. No puedes decirle a un escritor como Stephen: ¡Todos! Los escritores no son como los futbolistas famosos. Ellos trabajan con su ingenio y mi Kate era una de ellos, además, conociéndola como la conocía, jamás se permitiría decirle a su escritor favorito: ¡Todos! Como si fuese la fangirl de un cantante popero. Ella quería darle una respuesta inteligente, una en la que él pudiera darse cuenta de cuanto lo admiraba sin tener que gritarlo como haría yo con Messi o Alina con Christina Aguilera.
—Cada uno de sus libros que he leído caló en mí de una forma especial. Pero si tuviese que escoger, escogería dos: El Niño y el Pozo y El Cadáver de Joshua.
Esbocé una sonrisa. Esa era mi Kate, encontró la respuesta que buscaba y nos dejó boquiabiertos a todos, a pesar de que la mayoría no sabía de qué hablaba. Stephen asintió y caminó hacia el escritorio. Revolvió su maletín y sacó unas hojas.