Hospitalizada, así se encontraba Coatlicue en ese momento. Para Huitzilopochtli era imposible de creer tal cosa estuviera pasando y no lo hubiera evitado; el incendio la dejó mal en cuestiones de haber inhalado humo y dañar sus pulmones, también una que otra herida de gravedad.
Mientras esperaba, le dieron una nota donde pedía copiar a mano el mensaje y enviarlo a los demás. Ninguna persona lo entendió y no consultaron, pero el corazón del dios se rompió.
Tomando el camino a casa y enviando tres palomas mensajeras, hizo lo que podría ser la última voluntad de ella: enviar el mensaje de que entró en un incendio por buscar salvar a todos.
Cuando Ehécatl, Tláloc y Coyolxauhqui vieron el mensaje, rompieron en llanto por tal triste noticia. La madre de ellos estaba tan mal que estaba por pasar al mundo de los muertos.
En menos de una semana, los cuatro dioses se reunieron en casa del Sol, escuchando todo como fue el suceso con detalles y el encuentro de la castaña.
Estaban perplejos, no cabían en la impresión de que ese día estaba sentenciada a dar respuesta. Buscaron contactar al culpable, pero no lo encontraron o sospecharon bien.
—Sólo hay una cosa de la que me arrepiento —dijo sin ánimo alguno, obteniendo la atención de todos —, eso era el nombre que tengo aquí, Edgar.
—Lo más gracioso, ella tampoco supo el mío —confesó Tláloc —, ella nunca supo que era Martín.
Fuera de la casa, dos personas con capas escuchaban la conversación, pero uno miraba dentro.
—Hora de partir, Coatlicue —ordenó una voz masculina bajo una capa negra.
Este comenzó a avanzar, pero la castaña no podía moverse; hacía esfuerzos por mover sus pies y no lo lograba, logrando la molestia del extraño.
—No puedo —murmuró al borde del llanto. Los ojos de ella estaban vacíos y las lágrimas estaban brotando en forma lenta.
Lo que notó el encapuchado fue algo sorprendente, el espíritu de la diosa Tierra se estaba volviendo lentamente una planta, una muy pequeña y frágil como el botón de una rosa.
Sin esperar más, fue hacia la habitación del hospital donde ella se encontraba físicamente y notó que los médicos luchaban por mantenerla viva. Minutos después, hizo dar el último aliento al cuerpo, dando así el fin y atarla en forma de una planta.
La noticia devastó a los otros, quienes entraron para dar el último adiós y se sorprendieron ante tal presencia.
—Ella estaba cerca de ustedes hace minutos —dijo para dar paso a la soledad de ellos, pero fue tomado del hombro por el dios de la lluvia.
—Dime, ¿qué demonios hiciste con Coatlicue? —refunfuñó enojado.
—La idea era liberarla del dolor humano —confesó para luego ver al rubio —, pero decidió quedarse cerca tuyo, Huitzilopochtli.
El mencionado no podía creer las palabras del hombre, pero esperaba no equivocarse.
Pasaron los días, también las semanas y meses hasta volverse un año, donde decidieron darle algo a ella: una incineración al aire libre.
Los tres dioses juntaron cosas para darle comodidad al cuerpo, mientras la única diosa arreglaba a la difunta con su traje y marcas que le caracterizaron durante la estancia.
Hicieron una cama de paja mezclada con hierbas, limitada ésta por piedras y depositaron el cuerpo dentro. Nadie quería quebrarse, no querían llorar, pero ya era necesario su descanso. Todos tomaron un cerillo y lo encendieron, esperando a que la flama tocara sus dedos y lanzarlo, depositando su mejor deseo en él.
El fuego lentamente fue consumiendo todo hasta tocar a la mujer, pero les sorprendió un detalle a los otros; el mismo cielo se había nublado y Tláloc no lo estaba haciendo.
Poco después sopló el viento, avivando el fuego que consumía a la diosa Tierra. Ninguno de los dos hombres estaba haciendo el uso del don, pero algo que les estremeció fue el eclipse sobre Coatlicue. El Sol delante de la luna estaban posicionados a la altura adecuada, que sin saber exactamente el por qué o cómo, se levantó un remolino desde la humadera.
Ante ellos apareció el dios de la muerte, Mictlantecuhtli, que tenía cargado el cuerpo de la castaña.
—La misión de ustedes terminó con la decisión de ella —informó retirando la capucha, mostrando a un hombre de cabello negro con algunas canas y barba de misma condición.
— ¿A qué te refieres, Mictlantecuhtli? —Indagó el rubio, quedando en shock por las palabras del mayor.
—Vivirán en forma mortal, pero deberán proteger el pequeño brote de tu casa, esa es Coatlicue ahora.
Todos cayeron al suelo, unos arrodillados y otros sentados. Era imposible esa forma de decidir que tomó quien estaba en brazos del dios Muerte.
Tras dar vuelta y desaparecer, la humadera se apagó con el eclipse ya terminado. Ellos ya no portaban nada de lo que fueron como dioses, eran simples civiles que sólo tenían en mente algo: proteger el pequeño brote cerca del rubio.
—Patricia, es mejor irnos —dijo el azabache sacando a la mencionada del pequeño trance.
—Será lo mejor —coincidió con él, siendo ayudada a ponerse de pie.
—Martín, Edgar — los nombrados miraron al moreno —, será mejor que partamos, no nos queda nada que hacer aquí.
Estando todos de acuerdo, partieron hacia la casa de Edgar, que sentía una rara molestia en el interior.
Al llegar, vieron una delicada planta cerca de la entrada; nadie sabía que esa era Coatlicue, pero esa extraña molestia les hacía querer cuidarla.
Todos decidieron irse y vivir en casa de Martín, sacando con sumo cuidado la planta y ponerla en aquel hogar donde floreció.
Todos quedaron asombrados al ver colores sumamente hermosos dentro de los capullos y las rosas, unas eran color salmón y otras tenían toques de aguamarina. La gente deseaba cortar las flores, pero nunca lo permitieron y se enteraron luego de la verdad.
Estaban sorprendidos porque eran dioses de cierto tipo, pero con pequeñas obras teatrales hicieron conocer aquella cultura que estaba siendo olvidada.
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Editado: 27.07.2019