Pasaron varios meses, lo pedía y no ocurría. Tenía la certeza de que el día llegaría pues había recibido esas visitas sorpresivas varias veces. Claro, no es cuando uno quiere, es cuando tiene que ser.
El día en que por fin mis tres hijos y yo abandonamos ese lugar que habíamos hecho nuestro paraíso, pero donde tanto daño recibimos, nos refugiamos en la casa de ella, mi madre. Había estado evitando ir en los cuatro meses que habían transcurrido desde su muerte debido al bombardeo de recuerdos, buenos y malos, pero ahí estábamos.
Esa primera noche dormimos en el que alguna vez fue mi cuarto, mis dos hijas en una cama y mi hijo y yo en la otra.
En la sala, en una hamaca, se durmió mi sobrino.
Debido a la adrenalina de la mudanza y a las emociones encontradas estuve inquieta antes de conciliar el sueño. Cuando por fin lo logré, ocurrió lo maravilloso.
Ella llegó hasta la puerta del cuarto; primero fijó sus ojos en mi sobrino con infinito amor; luego observó a mis dos hijas; después a mi hijo y por último nuestras miradas se encontraron. No habló. Su cara y semblante reflejaban una felicidad infinita; lucía joven con su cabello corto; vestía de blanco y estaba luminosa. Me sonrió de una manera, ¡Dios! Esa imagen quedó grabada en mi mente y mi corazón para siempre. Me comunicó telepáticamente que estaba feliz de vernos en su casa y me alentó por el paso dado. -¡Por fin, por fin! -expresó. Dijo que estaba bien, disfrutando de algo maravilloso y vaya que se le notaba. En sus ojos encontré una promesa de que lo que sigue en el otro plano es pura dicha y paz. Nunca en vida le vi esa expresión de plenitud, ni siquiera en sus momentos más felices. Quizá no haya comparación. De verdad me trasmitió su felicidad, luego se fue desvaneciendo poco a poco.
A partir de entonces, no puedo decir que el dolor aminoró porque mentiría. Los seres humanos no estamos preparados para perder a un ser querido. No es egoísmo, es que no está en nuestra naturaleza. Sufrimos por nosotros mismos, por seguir viviendo sin ellos, aunque están disfrutando de lo que ya se ganaron. Regresaron al hogar, con nuestro padre.
Su visita dejó un cambio en mí: el sentimiento de tranquilidad por ella, porque aunque suene trillado está en un lugar mejor y me lo confirmó.
Si dibujara la relación biológica del ser humano con su madre, sería algo así como un cordón que lo une a ella y a su vez lo planta a la tierra. Nuestra gravedad en la tierra es la madre.
Cuando me quedé sin ella, el cordón se rompió y floto por el mundo; voy por la vida sin mi gravedad, bastante perdida. Sin embargo de mí sale otro cordón que es la gravedad de tres personas.
Como todo duelo, tuve mi época para reprocharme porque no pude evitar que se fuera. Oraba a diario pidiendo perdón porque por mi culpa se había muerto. Dios me reveló que cada ser humano, su vida y su forma de morir tienen que ver absolutamente con él mismo. No sé si llamarlo destino o su contrato con Dios, pero nada de lo que otro haga o deje de hacer va a cambiar eso.
Esto lo escribo por ti, por mí, por Brenda y por todas esas personas que han perdido a un ser amado y sufren por él. No puedo aliviar su dolor, ni siquiera el mío. Solo puedo compartirles que la vida no termina con la muerte y que un día, esperemos muy lejano, nos reuniremos con ellos.
Y gracias a Dios por tantas bendiciones.
Adriloch