La señora fingía bien frente a los demás, era toda sonrisas y amabilidad; imposible que alguien sospechara sobre su lado oscuro.
Ni siquiera en su círculo familiar se hubiera atrevido a pronunciar las palabras grotescas que salían de su boca cuando estaba sola con él.
La relación fue compleja desde el inicio. Dicen que nada ocurre por casualidad, que todo pasa en el tiempo correcto y con las personas correctas. En ellos era dudoso, quizá debieron coincidir para combinar sus genes, es la única explicación.
Él nunca tuvo la menor oportunidad pero lo supo después.
Ella dejaba salir información mortal a cuentagotas.
Lo catalogó desde que lo vio, cuando apenas habían cruzado dos o tres palabras. La bruja le aseguró que él tenía el aura oscura y lo mejor era alejarse.
Ella llegó cuando él necesitaba una tabla de salvación y por eso se aferró.
Ella llegó dañada y en él se vengó de alguien más. Se alejaba, era indiferente y le hacía heridas hasta verlo sangrar.
Él cayó en su juego, la buscaba, acosaba, perseguía y enloquecía. Repentinamente le llegaban flashazos de conciencia y razón, entonces se retiraba con el corazón roto.
Ella corría a buscarlo porque se quedaba sin el objeto de su poder, porque necesitaba hacer más daño. Se decía víctima pero no le permitía irse a sabiendas que era su carencia lo que le hacía arrastrarse.
En el libro “Frankenstein” de Mary Shelley, Viktor Frankenstein, creador del monstruo al que nunca puso nombre, muere. El monstruo llora amargamente sobre el cuerpo del que llamaba su padre, a pesar de que asesinó a toda su familia. El capitán del barco le dice: ¡Hipócrita, no lloras por él, lloras por ti, porque la razón de tu miserable existencia es el odio que le profesas y no lo tendrás más; si reviviera le harías lo mismo!
Él intentó que lo amara: por las buenas, por las malas y por las peores pero solo consiguió darle motivos para odiarlo. Por ella pasó miles de noches en vela y soledad.
Ella amaba lo material, a él no le importaba.
Ella era feliz restregándole su desprecio.
Él llenó un mar con sus lágrimas, por eso actuaba como felino herido, atacaba por dolor.
Ella no lo supo, pero le enseñó mucho.
Él debió aprender por las malas a amarse y ser feliz con las cosas pequeñas.
Se refugió en sí mismo. Se conmovió con el dolor ajeno.
Ella nunca lo conoció; no supo que amaba la poesía, devoraba libros, hablaba de política y del universo, oía mambo y rock, conversaba ameno y la gente estaba a gusto a su lado.
Él se desprendió de todo.
Ella se volvió invisible.
El estaba atado a su pasado, por eso esperó para marcharse.
Ahora invirtamos los papeles.
De verdad, nadie lo creería.
Adriloch