Llevaba ya varias semanas observándola. Desde que llegó al psiquiátrico, hacía cosa de un mes, el doctor Frank Evans no había podido evitar fijarse en aquella paciente.
Cada día, sin falta, a la misma hora, recorría las distintas salas del centro. Había de todo: esquizofrénicas, adictas, alcohólicas… un catálogo completo del desorden mental.
Pero en esa sala, en concreto, solo había unas pocas mujeres. Cuando él y su equipo entraban, la reacción era inmediata: la mayoría se lanzaban hacia ellos, gritaban, se revolvían, y no quedaba otra que calmarlas o inmovilizarlas. Salvo una. Siempre la misma. Siempre en la misma posición. En la cama. Sentada o tumbada, pero sin moverse ni un milímetro. Como si todo lo demás no existiera.
Era como si nada de lo que ocurría a su alrededor tuviera que ver con ella. Y eso llamaba la atención de Frank. A esas alturas de su carrera, ya había visto muchos casos de disociación y trastornos profundos, pero había algo en aquella mujer que se le escapaba. Algo que no cuadraba.
Nunca lo había mirado. Ni una sola vez. O tenía los ojos cerrados, o los mantenía medio entornados, o simplemente evitaba todo gesto o reacción cuando él aparecía con su equipo.
Llevaba más de una semana intentando encontrarla fuera, en el patio, cuando las enfermeras sacaban a pasear al grupo. Pero ella nunca salía. Tampoco había escuchado su voz. Mientras el resto armaba escándalo al ver pasar a los médicos, ella seguía exactamente igual. Como si estuviera sola. Como si el resto del mundo fuera apenas un ruido de fondo.
Un día, justo cuando se cumplía un mes desde que Frank había empezado a trabajar como jefe de equipo, se lo comentó a un compañero.
—Me gustaría revisar el historial de esa chica —dijo apenas cruzó la puerta de la sala.
Nelson, uno de los veteranos, miró a su alrededor.
—¿Te refieres a Andrea?
—No tengo ni idea de cómo se llama.
—Luego hablamos —le cortó Nelson, como si no fuera el momento.
Frank se acercó entonces a la joven, aparentemente llamada Andrea, y la observó desde donde estaba.
Estaba sentada al borde de la cama, con las rodillas juntas y los pies pegados entre sí. Llevaba una bata gris, ancha y sin forma, como todas las internas. Nada favorecedora. El pelo, rubio y corto, parecía mal cortado, casi a tijeretazos. El rostro pálido. Los ojos, de un azul apagado, parecían no estar realmente ahí.
Mantenía la cabeza gacha, así que Frank le levantó la barbilla con un dedo. No se resistió. Pero cuando la tuvo frente a frente, se dio cuenta de que, aunque le miraba, era como si no le viera.
—¿Cómo te llamas? —preguntó.
Silencio.
—Me han dicho que te llamas Andrea.
Nada. Ni una palabra.
Tenía los ojos medio cerrados, y aunque su rostro ahora estaba alzado, apenas si se le veían unas rendijas azuladas bajo los párpados.
Frank se fijó en los rasgos de su cara: la boca de trazo delicado, la nariz algo chata, los pómulos marcados. No era una mujer guapa, al menos no en el sentido clásico. Y tampoco podía adivinar mucho de su cuerpo bajo esa bata sin forma. Pero había algo en su pasividad que le tenía completamente intrigado.
Intentó insistir un poco más, pero viendo que no iba a sacar nada, se rindió. En ese momento, la doctora Alice, una médica joven del equipo, se le acercó.
—No pierdas el tiempo. Nunca la he oído hablar. Y mira que lo he intentado.
Frank se retiró. Junto a los otros médicos, todos de bata blanca, salió de la sala y bajó por el pasillo rumbo a su despacho.
—Quiero ver el historial de esa mujer —dijo mientras cerraba la puerta tras ellos.
—Si quieres, voy yo a por él —se ofreció Alice—. Pero mientras, Nelson puede contarte algo. Lleva aquí tres años. Cuando yo llegué, Andrea ya estaba aquí, y de eso hace uno. Lo mismo Pierre. Ninguno sabemos mucho.
—Perfecto, ve tú. Y tú, Nelson, cuéntame lo que sepas.
Nelson se encogió de hombros.
—Sé lo mismo que vosotros. Un día apareció ahí, y desde entonces sigue igual. No recuerdo cuándo llegó, pero tampoco llamó la atención al principio. Entre tantas pacientes, una más… Lo que sí recuerdo es que al principio llevaba camisa de fuerza. Igual que otras dos de la sala.
Nelson no era muy alto, rondaba los treinta y tantos, fuerte, de complexión atlética. Llevaba el pelo rubio y los ojos sorprendentemente claros para el tono moreno de su piel.
—¿Y no te has preocupado de conocer las causas por las que tenía la camisa de fuerza? Por otra parte, esos métodos están anticuados, y me asombra que en un centro moderno como este aún se utilice la camisa de fuerza, cuando existen métodos más habituales, estéticos y menos incómodos.
—En aquella época había un director mayor, Frank. Usaba sus métodos y nadie le llevaba la contraria. Luego se jubiló, y tengo entendido que falleció el año pasado. A decir verdad, todo se fue renovando, y del antiguo personal médico solo quedamos yo y alguna enfermera que, como sabes, nunca intervienen en estos asuntos.
—Yo estoy aquí por solicitud del actual director. Richard y yo estudiamos juntos; somos de la misma promoción. Si dices que él no estaba aquí cuando viste por primera vez a esa joven… más a mi favor para estudiar personalmente el historial.
—En eso haces muy bien.
Alice entró con un dossier nuevo entre las manos. Se notaba que pocas veces, si es que alguna, había sido abierto.
—Oye, Nelson —dijo Frank, sin necesidad de abrir el expediente—, todos los pacientes reciben visitas una hora al día. ¿Es que a esa mujer no la visita nadie?
—Nadie. Bueno… —titubeó un poco, quizá porque Frank estaba comenzando a notar su descuido y lo poco que se fijaba en los pacientes—. Yo al menos nunca la he visto acompañada.
—Otra pregunta, Nelson. Aunque ya empiezo a notar que estás aquí por rutina, porque tu deber como psiquiatra es observar la evolución de las pacientes.