Misterio en la mansión Santana

Analía

Mientras nuestros compañeros buscaban en el sótano, nosotras seguíamos revisando en el interior de la casa. Sabíamos que aquel sujeto o lo que fuera aún seguía allí y quién sabe qué estaba pensando hacer.

Nuestra única opción para defendernos eran los cuchillos de los Santana, contenedores con gas pimienta y barrotes de metal por si el intruso se ponía cómico al intentar causarnos daño.

No niego que tuvimos mucho miedo, el suspenso nos dominaba sobremanera. En ese momento solo un interrogante rondaba por mi cabeza; ¿Cómo demonios convivían los Santana con aquel intruso al interior de su casa y nunca hicieron nada por alertar a las autoridades? De verdad, me costaba creer que ellos se la pasaban tranquilos sabiendo que no estaban solos.

Para mí era difícil creer que nuestros jefes ignoraban el hecho de que un hombre habitaba entre las paredes de su casa. En medio de la búsqueda, escuchamos a los chicos dar gritos a medida que se acercaban.

—Cierren puertas y ventanas, rápido —decían al unísono mientras que nosotras obedecimos a la alerta de nuestros compañeros.

Miré a Marlene en ese momento, su respiración estaba agitada y tocaba su vientre como si buscara proteger a su bebé.

—Tranquila, cuidaremos de tí —le hice saber.

Intempestivamente, unos fuertes golpes desde el interior de la cocina comenzaron a atormentarnos. Los chicos nos rodearon como si buscaran protegernos y nosotras rodeamos a Marlene.

—Debiste llamar a David para que viniera a recogerte, pero no hiciste caso, Marlene —habló José Eduardo.

—Este no es el momento de sermones, José —hablé con firmeza —déjala en paz. Ahora mismo debemos pensar en cómo salir de esta maldita casa sin que el invasor se de cuenta.

Ahí estábamos, encerrados en el interior de la casa. Aquellas paredes parecían cobrar vida y la sensación de ser observados nos dominaba sobremanera. La enorme sala de estar pasó de ser un lugar acogedor a uno muy aterrador y, por momentos, parecía que brotaba una voz gruesa y cavernosa del interior de las paredes.

—Ya no quiero estar aquí —dije —sea quien sea está dispuesto a matarnos según parece.

—¿Tú crees? —preguntó Vanessa con algo de sarcasmo en su voz.

—Escuchen, hay una habitación al fondo del pasillo de la planta alta —alertó Omar —podemos quedarnos allí durante las noches. Es el único lugar que aparenta ser seguro en toda la casa.

En grupo, subimos a la habitación de la que Omar hablaba. Siempre atentos a cualquier movimiento o ruido extraño en nuestro entorno, sin separarnos caminamos detrás del compañero quien nos guió hasta aquel rincón de la casa.

Al ingresar, revisamos cada centímetro para asegurarnos de que no hubiera algún pasadizo secreto. Habiendo terminado, nos quedamos allí por una hora hasta que nuestros estómagos comenzaron a rechinar por el hambre.

No podíamos pasar el día entero sin comer, así que Vanessa y Leo bajaron a la cocina junto a Omar, los demás nos quedamos en la habitación. Teníamos que estar alerta y cuidar a Marlene hasta que los Santana regresaran de sus vacaciones.

—¿De verdad no piensas llamar a tu esposo para que te saque de aquí? —cuestionó Martina —se que no quieres dejarnos solos, pero piensa en tu bebé y en la niña que te espera en casa.

Vi como Marlene inclinó su cabeza y pensó. Martina tenía razón, así que tomé mi teléfono y se lo presté a Marlene para que llamara a su esposo. Le dijo que no se sentía bien y que quería regresar a casa. Cuando colgó la llamada y me regresó el teléfono, Marlene se puso de pie y dijo:

—Empacaré mis cosas, mi esposo vendrá por mí en poco tiempo.

Obviamente Marlene no quería irse, pero tampoco podíamos permitir que su vida corriera peligro sabiendo que estaba embarazada y que por causa de aquel intruso podría perder a su bebé. Pensábamos en su esposo y en su hija, quien pudo haber quedado huérfana de madre a no ser porque David llegó por ella salvándola de lo que estaba por pasar en la casa de nuestros jefes.

Con la partida de Marlene, todos allí nos sentimos más tranquilos. Ahora podíamos enfrentar al intruso sin tener que preocuparnos por el bienestar de nuestra compañera y el de la inocente criatura que se estaba formando en su interior.

Comimos y después nos repartimos por toda la casa armados hasta los dientes con garrotes de madera y metal, martillos, cuchillos y navajas, y contenedores de gas pimienta.

No llamamos a la policía por temor a que ocurriera lo de la última vez; no hallaron nada.




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