Annabelle Jones disfrutaba el aroma de su café capuchino mientras su mirada se perdía en la ventana que estaba a su costado y que revelaba el día gris que caía sobre Illinois, Chicago. El cuerpo de la joven tiritó de frío, sacó las manos de los bolsillos de su chaqueta y se las llevó a la boca para proporcionar con exhalaciones un poco de calor.
El clima era helado allá afuera, incluso, ráfagas gélidas se colaban por las rendijas de la ventana, aunque esta estuviera cerrada. Annabelle pensó que debió haber salido otro día debido al mal tiempo, pero su prima Marie le había insistido tanto en verse en aquella cafetería que no pudo negarse ni por asomo.
Y, por supuesto, ella quería salir de casa. Había pasado las últimas vacaciones —después de graduarse con honores en la Universidad de Colorado— encerrada entre las paredes de su habitación, leyendo libros, viendo películas o preparando recetas fallidas con su madre. Los pocos amigos que había forjado estaban lejos o en otras ciudades, aunque en realidad no pudo lograr una amistad de verdad. Tal vez su seriedad, lo reservada y un poco antipática que era habían sido el problema. Sin embargo, ahora mismo deseaba haber actuado de otra forma durante esos años. Incluso, no había tenido novio por lo mismo.
¡Tendría que cambiar! Transformarse en una nueva Annabelle, como era antes, más alegre, más abierta, mucho más aventurada y despreocupada, que tomaba las decisiones impulsivamente y solo quería hacer lo que gozaba y, a pesar de todo, ser feliz. Desde la muerte de su padre ella había cambiado tanto... Consideraba todo, tenía miedo de sus propias decisiones, se había vuelto más evasiva. Imaginaba que si su padre estuviera vivo todavía, no la reconocería.
En la mano recargó su mentón y con un poco de esfuerzo —debido a la lluvia chispeante que nublaba el exterior— admiró el gran edificio que se alzaba sobre el otro lado de la acera. Se trataba de una prestigiosa empresa de construcción, Brown Infrastructure Operator. Annabelle suspiró tendido, lo que provocó sutiles movimientos en el humo que emanaba de la bebida caliente. Sería un gran sueño trabajar allí.
Por un segundo se imaginó dentro de esa empresa como administradora y sonrió. Definitivamente, le encantaría. Por el rabillo del ojo se percató de la presencia del mesero e interrumpió su ensoñación.
—¿Desea algo más que pueda ofrecerle? —preguntó el joven moreno que se identificaba como Brandon, según las letras bordadas en su uniforme azul marino. Annabelle miró la taza llena de café y negó con un movimiento de cabeza. El muchacho asintió y, sin insistir, se retiró.
La lluvia se había hecho todavía más incesante afuera, por lo que Annabelle podía comprender la tardanza de su prima Marie. Tomó con sumo cuidado la oreja de la caliente taza y bebió un sorbo, el líquido pasó calentando su garganta hasta llegar a su pecho y una sensación de calidez la estremeció.
Pasaron los minutos —silenciosos y gélidos— y Marie seguía sin aparecer. Annabelle comenzaba a preocuparse; ya le hubiera llamado al celular si es que no se le hubiera olvidado en el buró al salir de casa. Sin embargo, siguió tomando pequeños sorbos sin inmutarse. Ya casi terminaba la taza de café.
Estaba ensimismada en sus pensamientos, con la vista clavada en el borde de la taza, cuando un movimiento llamó su atención.
Levantó la mirada hacia la entrada de la cafetería y se quedó inmóvil, sorprendida y al mismo tiempo confundida por la sensación que se produjo en su interior en solo un instante.
Un hombre joven, bastante imponente y llamativo, entró a la cafetería con pasos cautelosos. Llevaba pantalones de mezclilla, una camisa azul y una chaqueta de piel negra. No entendía por qué sus ojos estaban estudiando a ese desconocido detalladamente, sin poder despegarse de él. No supo si alguien más se había percatado de la presencia de ese hombre, pero eso no le importaba.
Con la mano derecha un poco temblorosa —con la que sostenía la taza de café— siguió contemplando al hombre. Su andar era sigiloso y suave. Tal vez era el hombre más hermoso que había visto en su vida. Tenía el cabello un poco húmedo y le caía en varios mechones sobre la frente, intensificando su mirada. Su perfil era perfecto. El cabello lucía brillante y reluciente, tan negro como el azabache. Estaba recargado sobre la barra del mostrador, tan solo veía su espalda, pero esperaba que se volteara para poder contemplarlo de frente.
Como pudo, dejó la taza de café en la mesa y fijó la mirada en aquel hombre. Una bruma de sensaciones le recorrió las venas de todo su cuerpo; una especie de atracción totalmente desconocida en toda su vida. ¿Qué era aquello? Jamás había sentido algo tan indescriptible, mucho menos mientras tomaba una taza de café. Tal vez las mejores cosas llegan en los instantes más inesperados.
Tenía ganas de levantarse, de pararse de la silla y acercarse a él. Estaba utilizando todo su autocontrol para no hacerlo.
Mírame.
Mírame.
Lo pensó con todas sus fuerzas.
De un momento a otro, mientras el desconocido esperaba su orden en el mostrador, giró un poco su cuerpo y entonces miró sobre su hombro en la dirección de Annabelle.
La miró.
Annabelle casi olvidó cómo seguir respirando. ¿Alguna vez una mirada había provocado un terremoto en su interior? La miraba a ella, primero vacilante y luego fijamente, era casi grosero. Podía ver en su rostro perfecto consternación, incredulidad. Sus ojos azules —intensos como el mar en un atardecer— la penetraron hasta la última célula. Reconoció algo en ellos. Una conexión, una afinidad que indudablemente la atraía. Pero no mostraban ningún estímulo de atracción, todo lo contrario, parecía que estaban viendo su peor pesadilla. También pudo darse cuenta de la frialdad en la mirada de ese hombre; a pesar de ello, ese hielo logró derretirla.
El desconocido parpadeó y se dio la vuelta bruscamente. Le dieron la orden en una bolsa y terminó de pagar. Salió tan rápido que Annabelle casi pensó que lo había soñado todo. Su corazón retumbaba velozmente en su pecho, como gritándole lo que su alma quería decirle.