Bueno, amigos. Vamos a comenzar con esta cosa porque luego me arrepiento y no sé cuándo podría retomarlo.
Estás señoras me están diciendo que desean que les cuente un mito que sé les encanta, pero ni de lejos es el más popular de entre todas las cosas que me viven pidiendo. Es más, ni siquiera se acerca a los más populares de entre mis amigos.
— ¡Ay! Mijita. ¿Qué te cuesta contar este mito primero? Si nosotros fuimos quienes te dimos la idea —replicó el tremendo amanerado de fuego de dos metros, al que golpee en la teta.
—Yo soy la autora de este libro y voy a hacer lo que me dé en gana —respondí.
— ¿Estás escribiendo nuestra conversación? —Preguntó el torcido al ver el texto.
—Sí, cada burrada que me digan quedará por siempre plasmado en este libro. Cuidado con lo que dicen, porque aquí pueden descubrir que son una iletradas, ignorantes y que, aparte, ni hechizan nada. Puro cascajo de vestida elemental aquí presente —exclamé bastante segura, cosa que hizo reír a todos.
Como les iba diciendo. El mito que les voy a contar, es uno que viene de tiempos antiguos. Antes que Atrazia, la maravillosa ciudad elemental, fuera construida y después de que ocurrió el dichoso tercer juicio. De hecho, fue poquito después de ese evento. Un par de cientos de años luego del nacimiento de este bello lugar, su ahora morada, Gaia II.
Un día, Maravella, una elfo oscura, mientras cavaba un pozo para buscar trufa, encontró algo inusual, algo con lo que su pica hacha chocó, mas no rompió.
No, no era una piedra, ni mucho menos una gran roca. Tampoco era un tesoro o algún tipo de artefacto oculto. Lo que halló ahí enterrado, oculto en la oscuridad, fue nada más y nada menos que un huevo.
¿Cómo llegó ahí? ¿Fue enterrado a propósito? ¿A qué especie pertenece si es tan duro? ¿Acaso una desesperada madre, huyendo de algún peligro, lo ocultó bajo las raíces de aquel viejo roble en medio del bosque? Y si fue así, ¿hace cuanto tiempo?
Muchas preguntas que difícilmente hallarían la luz de la respuesta. Al menos no todas, ya que la elfo no se lo pensó dos veces, tomó el enorme huevo y lo llevó hasta su hogar en el antiguo pueblo élfico llamado Tharnis.
Esto es más historia de los orejones esos que nuestra, pero les cuento. Tharnis se supone era una ciudad privilegiada, protegida por nada más y nada menos que el mismísimo Hemaxitae, bestia regia sagrada de la vida, aquel que formó cada organismo viviente mágico en nuestro mundo.
Creo que todos sabemos que tu tía, la Hemaxitae, tiene a sus preferidas. Aunque diga que no, los elfos siempre han tenido su bendición, al menos en esos momentos todavía la tenían, porque advirtió que la única raza que podía vivir ahí, eran ellos y nada más. Animales sí, por supuesto, pero otra cosa mágica no.
Por estas razones, Maravella ocultó el huevo en su sótano, en una zona donde un pasto hermoso crecía gracia a un destello de luz que se colaba por la ventana. Ahí, la mujer colocó el objeto, y cuando lo puso a la luz del sol, sintió como algo se movía dentro de él. Tal como lo sospechaba, el huevo albergaba vida de alguna manera inexplicable.
— ¡Pero mijita! Obviamente la explicación es la magia. La criatura dentro del huevo es algo… ¿Por qué me ves con esa cara? —Preguntó la ridícula ésta, como si no lo supiera.
— ¿Quieres escribirla mejor tú? ¡Trato de sonar interesante! ¡Obviamente es mágico! ¡Pon atención! —Luego de eso, le di otro golpe en su seno, cosa que me dejó continuar.
Pasaron los días, y la mujer siempre colocaba trapos tibios alrededor del huevo en la noche, lo que simulaba el calor de una madre, pues deseaba saber qué criatura saldría de semejante cosa. Maravella no era una iletrada, claro que no. Ella era muy sabia, y no tardó en ir a la biblioteca de su pueblo a buscar información sobre ovíparos, donde descartó a muchas criaturas, hasta que dejó su conclusión en tres: un huevo de esfinge, cosa muy rara porque comúnmente nacen por parto. Un huevo de sierpe, algo también extraño porque las sierpes se tragan sus huevos para protegerlos y los escupen sólo al dormir. Y la última era un dragón, otra cosa muy difícil, porque los dragones jamás abandonarían un huevo así de la nada.
Esperanzada de descubrir algo maravilloso, la elfo continuaba cuidando el dichoso ser vivo. Lo observaba curiosa, lo tocaba para sentir su fuerte fuente vital y soñaba con ver algún día ver nacer la increíble criatura que, sin dudas, la haría feliz, pues ella era una mujer muy solitaria y triste.
Un día, de la nada, luego de varios años que para algunos sería mucho, pero un parpadeo es para un elfo, el huevo se movió. Extraños colores se pudieron observar a contraluz desde adentro, y luego golpeteos, mismos que terminaron de romper la dura cascara después de mucho esfuerzo, a lo que dio luz a tres seres increíbles. Dichos confundieron a Maravella, pues no era nada de lo que ella esperaba.
Parecían ser alguna especie de lagartijas de cuello alargado, y no se trataba de una, sino de tres, cuyas escamas eran de colores distintos, además de poseer habilidades bastante peculiares.
La primera en salir, una de color celeste claro, se notaba normal, mas al tocarla, la mujer sintió que era fría como el mismo hielo, por lo que no pudo contenerla en sus manos y mejor usó su magia para crear un vaso con hielos, en donde la dejó.
La siguiente era de un color verde vivido y no se veía peligrosa. El problema es que babeaba mucho, y su saliva, al tocar las pocas plantas que había debajo del cascaron, se marchitaron al instante. Ahí supo la elfo que era muy venenosa, por lo que tomó un trozo del cascaron y la movió hasta una vasija de acero.
La última, mas no menos importante, era una de color rojizo. De todas, era la más llamativa, pues poseía largos colmillos delanteros que resaltaban de su rostro. Ésta fue la única que la mujer pudo sostener sin problema, acariciada por la elfo hasta ganarse su afecto. Aún así, Maravella la colocó en una canasta que poseía una frazada sobre ella.