"¿El amor puede ser tan fuerte que ni el tiempo ni las personas pueden romperlo?"
La pregunta rondaba mi mente mientras me ajustaba el vestido, que parecía oprimirme el cuerpo con cada respiración. No solo me apretaba físicamente, sino que me asfixiaba en un sentido más profundo, como si estuviera atrapada en un escenario que no elegí. La mano de Evans me apretó con firmeza, un gesto que intentaba calmarme, pero el nudo en mi estómago solo se apretaba más fuerte.
Él sonrió, pero su expresión no alcanzó a sus ojos, que reflejaban una mezcla de preocupación y algo más... ¿culpa? No lo sabía. Solo podía escuchar el latido de mi corazón acelerado y la risa distante de una conversación que ni siquiera comprendía.
Al llegar, la familia de Evans, en la cabecera. Y nosotros, en el extremo opuesto, observando cómo las dinámicas familiares se tejían con hilos invisibles de tensión.
El padre de Evans, William, me observó sin sorpresa. Su rostro, serio y compuesto, apenas mostraba signos de los años que habían pasado por él, solo unas líneas discretas al borde de los ojos. Se levantó con una elegancia que no requería esfuerzo y extendió una mano hacia su hijo.
—Evans —saludó con tono grave, con esa calma que solo los hombres de su clase parecen dominar. Luego, se inclinó hacia su nieta y le besó la mejilla. Al final, su mirada se posó sobre mí. —Señorita.
No esperaba amabilidad de él. Sabía que su cortesía era más una obligación que un gesto genuino. El señor William no era de aquellos que se entregan a la simpatía fácilmente. Lo supe desde el primer momento en que lo conocí.
Elizabeth, su esposa, permanecía erguida en su silla, el rostro impasible, los brazos cruzados en un gesto que no pedía conversación. No era necesario que lo dijera: su incomodidad llenaba el espacio con una tensión palpable.
Evans parecía querer romper el hielo, pero antes de que pudiera hablar, lo detuve con un toque suave en su brazo. Vi cómo su mirada se desplazó hacia mí, un destello de sorpresa por mi intromisión.
No quería hacerlo. No quería agregar más presión. Tampoco iba a caer en la trampa de intentar complacerla. Solo quería evitar cualquier conflicto.
—Madre —dijo Evans finalmente, mientras intentaba acomodar a los niños en las sillas.
Elizabeth solo asintió, una respuesta fría que congeló aún más el ambiente. No necesitaba más palabras para saber lo que pensaba. Podía sentir la tensión en el aire, como una cuerda a punto de romperse.
Me preguntaba, ¿por qué había organizado todo esto? Evans era su único hijo, pero... ¿realmente era necesario? ¿Tenía que ser tan... rígido, tan inflexible? No lo entendía. Todo esto me sobrepasaba.
Mientras Evans y su padre hablaban de negocios y de asuntos familiares, yo me perdía en la conversación sin escuchar, atrapada en la incomodidad que se me había pegado al alma. Cada palabra me atravesaba sin tocarme, y solo deseaba que la tierra se abriera y me tragara. ¿Sería tan imposible encontrar un poco de paz en este lugar? ¿Era esta la vida que Evans había elegido para nosotros?
Entonces sería acuchillada.
¿Te estás escuchando?
No.
Me voy a volver loca.
—¿A qué hora vendrá tu familia? —inquirió Elisabeth, su voz rompiendo el silencio y atrayendo todas las miradas hacia ella.
Mi familia... ¿cómo pude olvidarlos? Si ya la atmósfera estaba cargada de tensión, no quería ni imaginar lo que ocurriría cuando mi padre pusiera un pie en este lugar. La idea de su llegada me inquietaba, y el simple hecho de pensarlo me dejó un nudo en el estómago.
—Seguramente están en camino —respondí, forzando una sonrisa que no alcanzó ni a rozar mis ojos.
—O quizás se perdieron y no pudieron encontrar el lugar —murmuró Elisabeth, apenas audible, pero sus palabras flotaron en el aire, cargadas de veneno. Afortunadamente, los niños estaban distraídos jugando con el teléfono de Evans, ajenos a la tensión que crecía a nuestro alrededor.
—¡Madre! —reprochó Evans, claramente molesto.
El tono de su voz fue suficiente para que la incomodidad se hiciera aún más palpable. Su rostro había adquirido un tono rojizo que no pasaba desapercibido, y ante eso, decidí intervenir para suavizar un poco la atmósfera.
—No te preocupes, cariño —dije con tono calmado, mirando a Elisabeth—. Tu madre solo intenta hacer una broma.
—Claro —respondió Elisabeth con una sonrisa cargada de sarcasmo.
Cerré los ojos por un momento, susurrando una plegaria en silencio, invocando paciencia para aguantar lo que se venía. "Alá, ayúdame", pensé, "y a todos los dioses posibles también".
Fue entonces cuando la puerta se abrió, y la llegada de mis padres rompió el aire denso de la sala. El silencio que siguió fue tan profundo que podría haberse cortado con un cuchillo. En ese instante, hasta un entierro parecía más bullicioso que el estremecedor pasmo que se instauró en el aire cuando mi familia cruzó el umbral.
Elisabeth se levantó rápidamente, retrocediendo, claramente desbordada por una agitación que no pudo disimular. Su respiración se aceleró, y fue imposible no notar la incomodidad que se le dibujaba en el rostro.
William, el señor Collins, parecía igualmente pasmado, incapaz de ocultar su sorpresa al ver a mis padres. En cuanto mi padre agarró la mano de mi madre con fuerza, la tensión en el ambiente se intensificó, casi tangible. Mi madre intentó sofocar un sollozo, llevándose la mano a la boca, pero no pudo evitar que la emoción se filtrara.
Evans y yo nos miramos, buscando respuestas en los ojos del otro, sin entender la gravedad de la situación que se estaba desatando frente a nosotros.
—Tanto tiempo, William Collins —dijo mi padre, su tono grave y cargado de molestia, como si el simple hecho de pronunciar su nombre le costara.
—Tanto tiempo, Julián —respondió el señor Collins con una frialdad calculada, un tono que no dejaba lugar a dudas: aquí no había lugar para la cordialidad.