Segunda parte
Las palabras resonaron en mi mente como un eco doloroso. Sabía que Evans provenía de una familia acomodada, de una familia que era respetada, pero eso no cambiaba lo que sentía por él. ¿Acaso el amor no debía ser suficiente? ¿No era eso lo que realmente importaba? Miré a Evans y vi cómo su expresión se endurecía ante cada comentario despectivo. Él estaba tan cansado de esta pelea como yo.
—No estoy aquí para cumplir sus expectativas —intervino él con firmeza, su voz segura y desafiante—. Lo que siento por Anne es real, y no se puede medir en términos de clases sociales o estatus.
El silencio que siguió a sus palabras fue espeso, y la reacción de mis padres fue inmediata. Elisabeth se inclinó hacia adelante, sus ojos brillando con incredulidad y desdén. Podía ver la frustración acumulada en su rostro, como si le hubieran arrebatado algo que creía que tenía bajo control.
—¿Realmente crees que eso es suficiente? —preguntó, casi burlándose. Su tono era cortante, como una daga que intentaba perforar nuestra defensa.
Sentí cómo la frustración crecía dentro de mí, como si fuera a estallar. ¿Por qué no podían entender que lo que teníamos era especial? Que lo que compartíamos no se podía medir en dinero ni en apellidos. Con cada palabra hiriente, se sentía como si estuvieran tratando de desgastar nuestra relación hasta reducirla a escombros.
—No necesito un príncipe —respondí, alzando la voz, incapaz de contenerme más—. Solo quiero ser feliz con alguien que me respete y me ame por quien soy.
Las palabras salieron de mi boca con más fuerza de la que pensaba tener. El silencio que siguió fue abrumador. Todos me miraban sorprendidos por mi valentía repentina, como si de repente se hubiera roto algo en el aire. Pero esa sorpresa pronto se transformó en una nueva ola de desaprobación, más pesada, más fría.
Mi padre fue el primero en reaccionar, su mirada fija en mí, con el ceño fruncido.
—Anne —dijo Julián, su voz grave y severa—, esto no es solo sobre ti. Es también sobre nuestra familia y cómo nos perciben los demás.
El peso de sus palabras me aplastó como una losa sobre el pecho.
Miré a Evans, y vi en su rostro la misma lucha interna que sentía en el mío. Él mantenía su postura erguida, pero había una tristeza reflejada en sus ojos, una tristeza que no podía esconder, como si las palabras de mi padre también lo hubieran alcanzado.
—¿Desde cuándo te preocupas por mí, padre? —mi voz salió más áspera de lo que había planeado, y la rabia que sentía hacia él brotó con una fuerza inesperada.
Julián parpadeó, sorprendido, pero no por mucho tiempo. La tensión entre nosotros crecía, y su respuesta, aunque contenida, no hizo más que añadir leña al fuego.
—¿Qué? —dijo, como si no pudiera comprender la magnitud de lo que acababa de escuchar.
—Siempre me has menospreciado, y ahora... —comencé, mis puños apretándose involuntariamente mientras sentía cómo el coraje me invadía—. ¿Ahora te importa lo que me pasa?
Mi padre no respondió de inmediato. De hecho, su silencio fue más hiriente que cualquier palabra. Podía ver que la situación lo estaba desbordando, que no sabía cómo manejar este giro inesperado. Elisabeth, a su lado, estaba tan inmóvil como una estatua, su rostro inexpresivo, pero sus ojos me decían que ya no podía ocultar lo que pensaba.
Pero ya no me importaba. Ya no me importaba lo que pensaran de mí.
—Anne, por favor... —intentó mi madre, interrumpiendo el tenso silencio. Pero su voz sonaba más como una súplica, como si ella misma estuviera tan atrapada en este conflicto como yo.
Mi respiración era agitada, mi pecho subía y bajaba con la ansiedad que sentía al tener que defender lo que más quería, mientras mi propia familia trataba de destruirlo con sus prejuicios.
Y, a su lado, Evans... Evans seguía allí, firme, sin apartar la mirada de mis padres. Sabía que el peso de sus palabras lo había afectado, pero no lo iba a mostrar. No lo haría frente a ellos.
Porque, al final, estaba dispuesto a luchar por mí. Y yo, por él.
—¿Ahora qué?—me retó.
—Ahora crees que puedes decirme con quien debo estar y a quien debo amar.
—Anne.
Cerré los ojos buscando la paciencia de una profesora de niños de 3 años.
Joder.
¡Y vaya que se necesitaba pantalones bien puestos!
—No, padre —dije con voz firme, el tono cortante como una cuchilla. No podía permitir que siguiera opacando mi vida—. No te voy a permitir que opines sobre mi vida como si te importara. Este tema se va a cerrar aquí.
El padre de Evans arqueó una ceja, visiblemente molesto, pero su respuesta fue inmediata.
—Aún no hemos terminado —inquirió con voz grave, la mirada fija en mí, como si esperara que cediera.
No. Ya terminamos. Pensé. Ya.
Miré a todos los presentes, que parecían a punto de entrar en otra ronda de reproches y sentencias. No iba a permitirlo.
—Ahora nos sentamos a la mesa —continué, con un tono que dejaba claro que no estaba dispuesta a seguir discutiendo—. Comeremos, y no vamos a desperdiciar la comida. ¿Entendido?
El silencio que siguió fue denso, pesado. Todos se encogieron como si se tratara de un movimiento mecánico, como robots programados para seguir instrucciones.
Así me gusta.
Lo miré fijamente, desafiándolos a que dijeran algo más. Si pensaban que podían retenerme en este juego de poder, se estaban equivocando.
Uno de nosotros iba a salir herido esta noche, y no iba a ser yo.
La mesa se llenó de silencio forzado, pero las miradas de desaprobación no dejaban de cruzarse. El resto de la cena transcurrió entre comentarios insípidos sobre negocios y logros personales, conversaciones vacías que solo aumentaban el vacío en mi estómago. Cada bocado parecía más pesado que el anterior, cada palabra más ajena.
Todo lo que realmente importaba estaba en el aire, flotando entre Evans y yo: nuestro amor. Y era lo único que valía la pena.