"Las mentiras pueden acabar con todo, pero el dolor nunca se va"
En cuanto abrí los ojos, supe que algo no estaba bien. La oscuridad había caído sobre la casa, y la tenue luz de la lámpara junto a la cama iluminaba débilmente el cuarto. Estaba en la cama de Evans, pero no recordaba cómo había llegado allí. Todo se sentía como un mal sueño, como si las últimas horas hubieran sido parte de una pesadilla imposible de sacudirme.
Las confesiones que había escuchado seguían latiendo en mi mente como un tambor ensordecedor. Cada una más impactante que la anterior: mis padres habían fabricado una mentira mostrándome una foto falsa de mi esposo. Habían aceptado dinero de los padres de Evans para comprar el silencio. Y lo más aterrador, lo más abrumador... Rachel era mi hija. Mi hija.
Me senté en la cama, abrazándome a mí misma mientras trataba de poner en orden mis pensamientos. ¿Cómo se suponía que debía procesar esto? Nunca en mis peores pesadillas había imaginado algo así. ¿Y Reese? ¿Era realmente hijo de Evans? Si todo hubiera sido diferente, si no hubiéramos perdido esos años... ¿podríamos haber sido una familia feliz?
Ese pensamiento me golpeó como una ola. Mi respiración se aceleró, y las lágrimas amenazaron con caer. Sacudí la cabeza, intentando apartar esas ideas. No podía pensar en eso ahora. Tenía demasiadas preguntas, demasiadas dudas, y ninguna certeza.
Me levanté lentamente, tambaleándome un poco al principio, y salí de la habitación. El crujido de las escaleras bajo mis pies rompía el silencio, como si la casa misma se resistiera a mi presencia. La sala estaba en penumbra, excepto por una lámpara que iluminaba a Elizabeth, sentada en su sillón. Estaba tejiendo con una tranquilidad exasperante, como si el mundo no acabara de derrumbarse a su alrededor.
Tragué saliva y caminé hacia ella. Mis pasos parecían resonar más fuertes de lo normal, pero ella no levantó la vista. Su calma me enervaba, como si nada de esto le importara. Me dejé caer en el sillón frente a ella, cruzando los brazos con una mezcla de rabia y desamparo.
—¿Lo has procesado? —preguntó finalmente, sin siquiera mirarme, mientras seguía moviendo las agujas.
—Dime algo, Elizabeth. —Mi voz era fría, cortante. Mis manos temblaban, pero las apreté contra mis costados para disimularlo—. ¿Tuviste algo que ver con el accidente?
Las agujas de tejer se detuvieron, y por fin levantó la vista. Sus ojos, fríos como el hielo, se clavaron en los míos.
—Siempre fuiste un estorbo para mi Evans, Anne. —Su tono era cruel, pero había una pizca de cansancio en su voz—. Pero no sería capaz de matar a mis propios nietos.
Sus palabras eran como un golpe en el pecho. Mis dedos se crisparon, tratando de contener la furia que hervía en mi interior.
—¿Por qué nunca le contaste la verdad a Evans? —pregunté, mi voz apenas un susurro cargado de incredulidad.
Elizabeth dejó las agujas a un lado y se inclinó ligeramente hacia adelante.
—Porque él te buscaría. —La simplicidad de su respuesta me dejó sin aire.
—Nos queríamos —dije, más para mí misma que para ella.
Elizabeth dejó escapar una risa seca, sin rastro de calidez.
—El amor es algo superficial, Anne. Evans no puede querer a alguien si no es de su nivel.
Mi cuerpo entero se tensó. Las palabras de Elizabeth me llenaron de una rabia que apenas podía contener. Solté una carcajada amarga, casi histérica, mientras me pasaba una mano por el cabello.
—¡Estás loca! —solté, casi gritando.
—¿De verdad, Anne? —dijo ella, sus ojos ahora brillando con un desafío que me heló la sangre—. Te guste o no, todo esto fue por su bien. Las mentiras son necesarias para proteger lo que realmente importa.
—¡Mentiras! —repliqué, poniéndome de pie de golpe—. ¡Ustedes destruyeron mi vida con esas mentiras!
Elizabeth permaneció imperturbable, como si mis palabras no tuvieran peso.
—¿Y acaso no has mentido tú también, Anne? Todos tenemos algo que esconder.
Me quedé mirándola, sintiéndome completamente indefensa. Su frialdad me abrumaba, pero no podía dejar que ganara. No ahora. Sin embargo, antes de que pudiera decir algo más, un fuerte dolor de cabeza me atravesó.
Me llevé las manos a las sienes, tambaleándome. Elizabeth me miró con una mezcla de sorpresa y desconfianza, pero no hizo ningún movimiento para ayudarme.
—Anne, ¿estás bien? —preguntó finalmente, su tono apenas mostrando preocupación.
No respondí. Todo a mi alrededor comenzó a desdibujarse mientras flashes de imágenes inundaban mi mente: una voz familiar, una risa cálida, un hombre vestido de traje en un lugar que parecía... ¿París?
Caí de rodillas, jadeando, mientras intentaba aferrarme a esas imágenes. Eran fragmentos, destellos de algo que había olvidado, algo que me había sido arrebatado.
Rachel... Reese... Evans... Mi mente era un caos, pero una cosa era clara. Las mentiras de Elizabeth, de mis padres, de todos... no podían detener lo que estaba comenzando a recordar.
Todo lo que había estado enterrado empezaba a salir a la luz. Y no estaba segura de sí podría enfrentar la verdad.
—¿Por qué me contaste todo esto? —pregunté, mi voz temblando apenas, pero llena de incertidumbre.
Elizabeth no dejó de tejer. Sus manos continuaban moviendo las agujas con un ritmo pausado, como si el peso de sus palabras no significara nada para ella.
—Porque si lo decía, te alejarías de mi hijo. —Su voz salió suave, casi como un susurro, pero con una firmeza inquietante.
Sentí un nudo en la garganta. No pude evitar tomar sus palabras como una amenaza.
—No lo haré. —Respondí con más determinación de la que sentía en ese momento.
Elizabeth no levantó la mirada. Sus manos seguían tejiendo con ese movimiento automático, implacable.
—Si mi hijo llega a enterarse de que Reese es su hijo... —su tono era ahora más grave, más calculador—. ¿No crees que tomará medidas? ¿Realmente lo conoces tan bien?