"Tus caricias son la única droga que necesito, y ya no quiero estar sobrio"
Evans Collins
Entender a las mujeres debería ser algo normal. Sin embargo, ellas están llenas de acertijos que parecen hacerse cada vez más grandes, más enredados. Anne no es la excepción. No soy mago, ni adivino. ¿Cree ella que sí?
Todo lo que está pasando me recuerda al inicio, como si camináramos en círculos. Siempre que avanzamos, retrocede diez pasos, llevándome de regreso al maldito punto de partida.
Diana. Suspiro con frustración al recordarla. Todo comenzó por su culpa. Por su maldita culpa.
Anne parece pensar que todavía me importa. Pero no. ¿Cómo podría pensar eso después de todo lo que hemos pasado? Su comportamiento me desconcierta: no me habla, no me mira, y cuando lo hace, aparta la mirada como si yo fuera una amenaza. Eso empieza a molestarme.
Giro en mi silla rotatoria, inquieto. Mis ojos van hacia la pantalla de mi computadora, donde aparece la imagen de Anne a través de la cámara de la oficina.
Eres un acosador, Evans.
Ella no quiere que la mire, pero yo sí quiero hacerlo. Quiero saber qué pasa por su cabeza.
¿Qué eres, un niño?
En la pantalla, Anne parece ensimismada, dibujando las muestras que debe presentar al Sr. Lawrence. Sus movimientos son rápidos, precisos, pero hay algo en su postura que no encaja: está tensa. Si tan solo no le hubiera asignado ese proyecto, tal vez no estaría tan molesta conmigo.
¿Qué le ocurre? Me frustra no saberlo. Me exaspera que guarde silencio mientras yo intento entender qué la mantiene tan distante.
Un zumbido rompe mis pensamientos. El teléfono vibra en mi escritorio y, al mirar la pantalla, frunzo el ceño. Es el chofer. ¿Por qué llama a esta hora? Aún no es la hora de salida de los niños.
—Señor Evans —dice al contestar.
—¿Sucede algo? —respondo mientras mis ojos vuelven a la pantalla. Anne sigue en su lugar, pero algo llama mi atención: unos pasantes se acercan a hablar con ella. Veo cómo hace una mueca de desagrado apenas se alejan.
Mhm. Alguien está cerca de perder el empleo.
—La señorita Anne estuvo en el hospital esta mañana.
Mi cuerpo se tensa. ¿Qué demonios?
—Explícate.
—Por la mañana, después de dejar a los niños en la escuela, me dio la dirección del hospital.
—¿Averiguaste qué estaba haciendo?
—Le va a sorprender lo que voy a contarle... —hace una pausa que me pone aún más inquieto—, pero tiene que ver con su hija.
¿Rachel?
Frunzo el ceño y giro hacia la oficina de Anne. Su lugar está vacío. ¿A dónde demonios fue?
—Habla claro. —Mi tono es seco, cortante.
—La señorita Anne solicitó una prueba de ADN.
—¿Con Rachel?
—Sí, señor.
Mi cuerpo se recuesta contra la silla, pero mi mente no encuentra descanso. ¿Qué demonios está pasando aquí?
Me quedo mirando la pantalla de la computadora, esperando que Anne regrese a su puesto, pero mi mente está a mil por hora. ¿Por qué Anne haría algo así? ¿Qué está buscando?
¿Por qué demonios no me lo dijo?
—¿Averiguaste los resultados?
—Sí, señor. Pero no me los pueden dar —respondió el chofer—. Quizás, si usted va, podrían entregárselos, ya que es el jefe... y novio de la señorita.
—Está bien. Me encargaré de esto. Buen trabajo.
—No se preocupe, señor.
—Ni una palabra de esto a nadie.
—Entendido.
Cuelga, y dejo escapar un largo suspiro, tratando de organizar mis pensamientos. ¿Qué demonios está haciendo Anne?
Cuando regresa a su escritorio, no puedo apartar los ojos de ella. Mi mente corre a mil por hora. ¿Cree que Rachel no es hija de Diana? ¿Entonces qué está buscando?
Anne se levanta, y sin darme cuenta, acerco más mi cara a la pantalla, como si eso fuera a darme más claridad. Joder, Evans. ¿De verdad has llegado a esto?
Necesito que alguien me detenga. Sueno como un acosador.
Unos golpes en la puerta me sobresaltan. Sin pensar, respondo:
—Adelante.
Anne aparece en el umbral con unos documentos en mano. Mierda. Cierro la pantalla del monitor con rapidez, casi demasiado evidente.
—Señor Evans —murmura, y su tono formal me descoloca.
"Señor Evans". No. Si me llamas así, siento como si me dieras un golpe en el pecho.
¡Contrólate, hombre! Me avergüenza incluso escucharme a mí mismo.
—¿Sucede algo, querida? —bromeé, intentando aligerar la tensión que estaba volviendo el aire irrespirable.
Ella frunce el ceño y cierra la puerta detrás de sí, como si mi tono hubiera roto una barrera invisible.