"El destino esta sellado por pactos de amor"
Evans
El silencio en la casa es espeso, solo roto por el tintineo de los cubiertos contra los platos y el tictac del reloj en la pared.
Mis padres cenan en la mesa con la misma compostura de siempre, pero sus miradas cargadas de juicio me perforan como agujas. No les importa fingir que no me observan con desaprobación. Tampoco intento ocultar lo que soy ahora. Un desastre.
No he ido a trabajar en dos semanas. He estado bebiendo hasta el amanecer, perdiéndome en fiestas donde el ruido me ahoga lo suficiente como para olvidar que ella se fue. Pero ni siquiera el alcohol ha logrado borrar la ausencia que dejó.
Rachel se mueve incómoda en su asiento. No la he mirado en toda la cena. Sé que está molesta, que ha estado llorando cada noche. Y yo... yo no he hecho nada al respecto. ¿Cómo podría? No tengo fuerzas ni para cuidar de mí mismo.
—Evans —la voz de mi madre es suave, pero llena de censura—, no puedes seguir así.
No respondo. Sigo moviendo el tenedor sobre la comida sin probar bocado.
—Te estás destruyendo —interviene mi padre con su tono seco, desaprobatorio—. Y lo peor de todo es que ni siquiera estás intentando remediarlo.
Una risa amarga se me escapa. Levanto la mirada y los observo con burla.
—¿Remediarlo? —Mi voz suena rota, aunque intento mantenerla firme—. ¿Cómo se remedia perder lo único que realmente has amado?
Mi madre baja la mirada con incomodidad, y mi padre aprieta la mandíbula. Rachel se ha levantado ya de la mesa y ha subido a su habitación.
Dejo los cubiertos a un lado con un golpe sordo y paso ambas manos por mi rostro. Me siento como un maldito espectro, atrapado en un cuerpo que ya no le pertenece.
—Recuperé mis recuerdos —digo de repente, con voz rasposa.
Mis padres se tensan. No los miro. No puedo.
—La perdí otra vez... —susurro, y siento mis propios ojos arder antes de que pueda evitarlo.
El nudo en mi garganta se aprieta hasta volverse insoportable. Un segundo después, las lágrimas ruedan sin permiso. No sollozo. No hago ruido. Solo dejo que caigan, con la impotencia de alguien que se ha quedado sin fuerzas para pelear contra el dolor.
—Todo lo que hicimos... —mi voz tiembla, y cierro los puños sobre mis rodillas—, todo lo que intentamos... solo me hizo más miserable.
Mi madre reprime un suspiro, y mi padre desvía la mirada. No tienen nada que decir. Saben que es verdad.
—Ella se fue porque le oculté la verdad —continúo, con una amargura desgarradora—. No porque no me amara, no porque quisiera huir. Se fue porque yo fui un cobarde.
Mi pecho se sacude con un jadeo ahogado. Me siento expuesto y frágil. Me odio por ello.
—Tenía miedo —admito en voz baja—. Miedo de que, si lo sabía, me odiara. Miedo de que me dejara...
Cierro los ojos con fuerza.
—Pero mis inseguridades solo eran pensamientos. Anne no habría hecho eso.
—Evans —murmura mi padre.
Levanto la vista, encontrándome con los ojos de mis padres.
—En cambio, hizo todo lo contrario. Me dejó.
El silencio que sigue es ensordecedor.
Luego, una furia cruda y vieja comienza a arder en mi interior.
Aprieto la mandíbula.
—Y ustedes... —mis ojos se oscurecen de rabia—. Sé todo lo que hicieron. Se que les pagaron a los padres de Anne para borrar cada rastro de que yo existía en su vida.
Mis padres palidecen, pero no niegan nada.
—No los voy a perdonar. Nunca.
Mi padre abre la boca para hablar, pero lo interrumpo con una mirada gélida.
—No quiero sus excusas. No quiero oír cómo intentan justificar sus actos. Todo lo que hicieron destruyó a Anne. Y también a mí.
Me levanto de la mesa con el corazón latiendo desbocado, sintiéndome más vacío que nunca.
—Y lo peor de todo es que ustedes nunca fueron capaces de amar a nadie... —miro a mi madre con una tristeza infinita—. Ni siquiera a su propio hijo.
Dicho eso, me alejo sin esperar respuesta. Sé que no la habrá. Porque, al final del día, ellos también son prisioneros de sus propias decisiones. Igual que yo.
Unos días después, el timbre resonó en la casa, y cuando abrí la puerta, la vi.
La madre de Anne estaba ahí, con el rostro tenso y los ojos reflejando una ansiedad que no podía ocultar. No sabía nada. Ni que Anne y yo habíamos terminado, ni que ella se había ido.
—¿Dónde está mi hija? —preguntó con voz temblorosa.
Sentí un nudo en la garganta. Miré hacia otro lado, incapaz de sostener su mirada.
—Se fue —respondí, sintiéndome miserable al decirlo en voz alta.
—¿Se fue? ¿Por qué? —insistió, con la preocupación pintada en cada una de sus facciones.