Moda de amor

CAPÍTULO 47

"¿Cómo se olvida el aroma de quien se ama, su calor... su frescura?

La mañana siguiente llegó como un balde de agua helada directo al alma. El peso de lo que había pasado me cayó encima sin piedad, como si la noche no hubiera sido suficiente para procesarlo.

Le grité a Reese. Le grité como jamás creí capaz.

Me senté en la cama con la mirada perdida, las sábanas aún enredadas en mis piernas y el corazón golpeando con culpa contra mis costillas. Me llevé las manos al rostro, aún sin querer aceptar lo que había hecho. Reese tenía todo el derecho a estar enojado conmigo. Yo fui quien falló.

El sol se colaba entre las cortinas, decorando la habitación con una luz engañosa, como si el mundo siguiera siendo hermoso, como si nada hubiera pasado. Me quedé unos segundos mirando el techo, con la garganta cerrada y los ojos aún hinchados por el llanto.

Busqué a tientas el teléfono de Reese entre las cobijas revueltas. Mis dedos temblaban al sostenerlo. No estaba preparada para lo que encontraría, pero lo hice de todos modos.

Revisé el historial de llamadas. Mi pecho se apretó al ver la cantidad. Semanas... había estado hablando con ellos durante semanas. Desde que dejamos la mansión. Desde que... intentamos alejarnos de todo. ¿Y yo? ¿Dónde estuve todo este tiempo? ¿Cómo no me di cuenta?

Las fechas coincidían. Las llamadas. Los mensajes. Las videollamadas. Rachel. Evans.

Me llevé la mano al estómago como si pudiera contener el nudo que crecía allí. Me sentí la peor madre del mundo. Y tal vez Rachel iba a esa escuela por él.

El teléfono vibró. Me sobresalté. El corazón se me detuvo un segundo al ver el nombre con el que tenía guardado a Evans.

"Mi futuro papi."

Tragué saliva con fuerza. Sentí una punzada tan aguda que tuve que llevarme la mano al pecho. Quise no llorar más, pero una lágrima caliente me resbaló por la mejilla sin pedir permiso. Me dejé caer sentada en la orilla de la cama, sin fuerzas. Solo vacío.

Evans estaba llamando a Reese. ¿Siempre ha estado en contacto con él? ¿Le hablaba por las noches? ¿Lo consolaba cuando yo lo regañaba? ¿Estaba ahí cuando yo no supe estar?

Las llamadas siguieron. Rachel. Luego Evans. Una tras otra. No contesté ninguna. Solo miré la pantalla parpadear hasta que se detuvo.

Silencié el teléfono y me lo guardé en el bolsillo. Tenía que recomponerme. Tenía que... fingir que podía.

Me obligué a meterme a la ducha. El agua caliente no logró borrar el cansancio que me recorría los huesos. Salí envuelta en una toalla y abrí el armario con un suspiro tembloroso. Ya no podía seguir vestida como un fantasma. Tenía un trabajo que mantener. Tenía que demostrarme que seguía viva.

Elegí un vestido negro, sin mangas, de cuello alto. Medias oscuras. Un blazer de cuero vino tinto. Botas negras de tacón alto. Me vestí lentamente, como si cada prenda fuera una armadura. Al mirarme en el espejo, casi no me reconocí. Hacía tanto que no me veía así. Fuerte. Decidida. Hermosa. Yo. O al menos una versión rota de mí misma, intentando levantarse entre los escombros.

Me acaricié el rostro. El maquillaje ocultó lo rojo de mis ojos, pero no la herida interna.

A pesar de que antes no recordaba el rostro de mi exesposo. Solo esa opresión constante en el pecho, ese miedo de volver a caer. Pero por primera vez en mucho tiempo, sentí que podía respirar. Tal vez... tal vez podía ser feliz. Solo por Reese.

Bajé las escaleras con pasos firmes, como si la compostura fuera suficiente para mantenerme en pie. En el comedor, solo estaba Wyatt. Fruncí el ceño, extrañada.

—¿Dónde está Reese? —pregunté mientras me sentaba junto a él, buscando con la mirada cualquier indicio de mi hijo.

Amaia apareció con un plato en las manos y lo dejó frente a mí con una sonrisa cálida. Le agradecí en un susurro antes de girarme hacia Wyatt.

—Se levantó más temprano de lo normal —respondió mientras masticaba su tostada—. Le pidió a mi padre que lo llevara a la escuela.

Un peso me cayó en el pecho como una piedra. No quiso esperarme. No quiso verme.

Wyatt me observó en silencio por unos segundos. Su mirada no era de juicio, sino de algo mucho más doloroso: compasión.

—Todo es culpa mía —confesé, bajando la vista hacia el plato aún intacto.

—¿Pasó algo?

Tragué saliva. Apreté las manos sobre el regazo.

—Reese ha estado comunicándose con su hermana —dije en voz baja—. Y con Evans.

Él alzó las cejas. La sonrisa traviesa le curvó los labios.

—Ese diablito... —susurró, divertido.

—Me dijo que me odia —mi voz se quebró—. Que ojalá Evans fuera su padre... y que yo no fuera su madre.

—Auch.

Apoyé los codos en la mesa y me cubrí el rostro con las manos, dejando escapar un suspiro largo.

—No sé qué hacer. No quiero prohibirle ver a su hermana. Y aunque me cueste aceptarlo... tampoco puedo prohibirle querer a Evans.

El silencio se instaló entre nosotros. Wyatt no respondió al instante. Solo dejó su tenedor sobre el plato con suavidad y me miró con sinceridad.

—Tienes un buen corazón. Solo estás asustada. Reese lo verá, tarde o temprano. Pero para que él lo vea... tú también tienes que creerlo.

Asentí, sin estar segura de nada. Porque en ese momento no me sentía una buena madre. Ni una buena persona. Solo alguien que amaba tanto a su hijo... que había terminado por herirlo.

Después del desayuno, Wyatt y yo salimos en silencio. El aire fresco de la mañana golpeó mi rostro cuando cruzamos el umbral de la puerta. Subimos al auto sin decir mucho más. Él puso música, algo suave, instrumental, como si intuyera que yo no estaba para letras ni diálogos.

Apoyé la frente contra el vidrio de la ventana. Las calles pasaban como si fueran parte de una película ajena. Casas, árboles, gente. Todo borroso.

Y sin querer, volví a pensar en él.

Evans.

Ese nombre era una herida mal cerrada. Un susurro que aún quemaba.



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En el texto hay: destino, niños, romance

Editado: 29.04.2025

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