Evans Collins
Cierro los ojos.
Por un instante solo quiero que el mundo se detenga. No el de los negocios, no las reuniones ni los contratos... sino este: el mundo real, el que duele.
Me paso una mano por la cara, con fuerza. El hospital tiene ese aire estancado que te asfixia, como si te recordara a cada segundo que no tienes el control de nada. Un mismo lugar donde, Reese estuvo enfermo. Recuerdo el rostro de Anne aquel día, pálido, destruido... como si la hubieran vaciado por dentro.
¿Así se sentía? ¿Así dolía?
Yo no lo entendí entonces. Ahora lo sé. Ahora me mata.
Miro mis manos. Tiemblo. No de frío, sino de impotencia. No hay dinero, poder ni influencia que pueda hacer algo ahora. Solo puedo esperar. Esperar y masticar esta culpa que me carcome.
Hace semanas que llegamos a París. La he visto, sí. Desde lejos. Dejando a Rachel en la puerta del colegio. Siempre me quedo en el auto. Me da miedo acercarme. Ella parece… ¿feliz? Al menos, estable. Pero Rachel no.
Rachel se encariñó rápido con Reese. Tal vez porque lo sintió parte de su familia. Y lo es.
Mi pequeña Rachel, que siempre actuó como si nada la afectara… está rota. Yo no lo vi venir. Pensé que me bastaba con darle todo, con estar presente. Pero cuando Anne apareció, Rachel brilló como nunca. Reía, jugaba, gritaba. Tenía algo que yo no podía darle: una madre.
Y ahora, todo está hecho pedazos.
Me encorvo en la silla del pasillo y aflojo mi corbata. El nudo en mi garganta es tan fuerte que me cuesta respirar.
Entonces los escucho. Tacones. No cualquier tacón. Los de ella.
Levanto la mirada. Anne.
Vestida con un conjunto elegante, colores vibrantes que contrastan con el gris de este lugar. Su cabello más pulido, su presencia más firme. Se ve distinta. Más segura. Más… lejana a mí.
Pero sigue siendo ella. La mujer que amo. Y junto a ella, un hombre. Alto, bien vestido, mirada confiada. Apoya una mano en su hombro, como si tuviera derecho.
¿Quién demonios es él?
Mi mandíbula se tensa. No puedo evitarlo. Cada parte de mí me grita que no puede ser su amante.
Se detienen frente a mí.
—Evans —dice ella. Su voz es baja, temblorosa. Sus ojos vacilan.
—Anne —respondo, tragando saliva. Dios... su nombre todavía sabe a hogar—. ¿Cómo estás?
Ella intenta una sonrisa, pero se desvanece antes de formarse. El hombre le aprieta el hombro. Ella pone su mano sobre la suya.
Un dolor me recorre.
—Estoy bien, Wyatt.
—¿Quién es? —pregunto, mi voz más dura de lo que pretendía.
—Él es Wyatt —responde ella sin mirarme del todo—. Wyatt, él es Evans.
El tal Wyatt me mira con una mueca burlona.
—Oh, el hombre Pinocho.
Mi sangre hierve.
Antes de que pueda pensarlo, ya lo tengo tomado por la corbata. Lo levanto un poco, con los dientes apretados.
—Evans, ¡déjalo! —grita Anne.
No lo suelto. Él ni se inmuta, incluso sonríe.
Me doy vuelta hacia ella.
—¿Este es tu nuevo amante? ¿Viniste a restregármelo en la cara?
—¡No te pases, Evans! —me lanza, firme—. No tienes derecho a preguntarme nada sobre mi vida personal. Ya no somos nada.
Esa última frase me atraviesa.
La suelto y doy unos pasos, rascándome la nuca con frustración. Me río con ironía.
—¿Y ahora sí te importa Rachel? ¿Después de dejarla como si nada? ¿Después de cortar todo contacto con ella?
No dice nada. Pero veo cómo se muerde el labio inferior.
—La inscribí en el colegio de Reese —suelto, sin poder contener la bronca—. Fue lo único que pude hacer para que se sintiera cerca de él. Pero cuando tú desapareciste… cambió. Se encerró. Dejó de hablar.
Wyatt da un paso atrás. Se arregla la corbata y dice:
—Los dejaré solos.
—La mejor idea que has tenido —murmuro mientras se aleja.
Y cuando el pasillo queda en silencio, la miro.
Anne se ve tan fuerte… pero sus ojos están al borde del abismo.
Y los míos también.
—Evans —repite Anne, con voz contenida—. ¿Qué está pasando con Rachel?
Me quedo quieto. Trago saliva con dificultad, intentando no quebrarme del todo.
—Tuvo un espasmo del llanto —digo finalmente.
Anne frunce los labios, claramente confundida.
—¿Qué es eso?
Sus ojos me interrogan, llenos de preocupación. Aprieto la mandíbula y bajo la mirada.
—Es cuando un niño llora tanto… que deja de respirar y se desmaya. Rachel…
Mi voz se apaga. Ya no puedo continuar. Me cubro los ojos con una mano, sintiendo cómo la angustia me aprieta el pecho como una tenaza.