CAPITULO FINAL
"El amor es como la moda, no siempre es cómodo, pero cuando te queda bien, lo sabes con solo sentirlo."
Anne Hill
El mundo está en silencio.
No el silencio tenso de antes de una tormenta, ni el incómodo que cae en una discusión. Es otro. Uno que pesa apenas lo justo, como una manta sobre los hombros, como un suspiro que se alarga porque ya no hay prisa.
La tengo entre mis brazos.
Tiene la piel arrugadita, los ojos cerrados, las manitos apretadas en puñitos y una calma que me desarma. Aún huele a vida recién llegada, a promesa intacta. Y no puedo dejar de mirarla, como si mi alma entera la estuviera reconociendo por primera vez.
Evans está sentado a mi lado, con la mirada fija en ella. Se nota que está conteniendo las lágrimas, aunque no dice nada. Solo sonríe, y esa sonrisa le tiembla en los labios.
—Es perfecta —susurra, rozando su mejilla con la yema del dedo, como si temiera despertarla.
—Y es nuestra —le contesto, y siento el corazón lleno.
Escuchamos unos golpecitos suaves en la puerta, seguidos por un crujido leve. La cabeza de Rachel se asoma con ojos brillantes, y detrás de ella está Reese, con las manos entrelazadas y la espalda recta. Están nerviosos.
—¿Podemos entrar, mami? —pregunta Rachel, como si la habitación fuera un templo.
—Claro que sí, cariño. Vengan —respondo, con la voz aún suave.
Se acercan con cuidado. Rachel se sube al borde de la cama y se queda quieta, como si observara una joya rara. Reese se detiene a los pies, mordiéndose el labio.
—¿Cómo se llama? —pregunta él, sin apartar los ojos de la bebé.
Evans me mira, y yo asiento, sintiéndome temblar de ternura.
—Se llama Alana —le digo, casi en un susurro.
Rachel frunce el ceño un instante, pensativa. Luego sus ojos se abren, iluminados.
—¿Cómo alas? —pregunta, sorprendida.
Asiento, y sonrío.
—Sí, como alas.
Ella baja un poco la cabeza, acercándose más al pequeño bultito que duerme entre mis brazos.
—Entonces... mi hermanita es un angelito —dice, con una dulzura que me revuelve el pecho.
Me cuesta no llorar.
Reese se acerca más y me rodea con sus bracitos. Me abraza fuerte. Cierra los ojos y apoya la cara en mi hombro.
—Gracias por darnos una hermanita, mamá —murmura, con esa vocecita ronca que le sale cuando está emocionado—. Soy muy feliz.
Le devuelvo el abrazo con un brazo, mientras con el otro protejo a Alana entre nosotros. Apoyo mi mejilla en su cabeza, cerrando los ojos.
—Yo también soy muy feliz, mi amor. Porque ahora todos podemos sonreír.
Evans acaricia el cabello de Rachel, que observa a la bebé como si fuera un secreto del universo. Reese se sienta a mi lado, aún abrazado a mí, y suspira como si todo le encajara.
Y yo... yo solo puedo pensar que esta es la imagen que voy a guardar para siempre.
Mis hijos. Mi esposo.
Nuestra nueva vida comenzando otra vez.
—Somos cinco ahora —dice Evans en voz baja, y suena como si estuviera contando una victoria.
—Cinco —repito—. Y esta vez, completos.
Alana se mueve apenas, hace un pequeño sonido como de burbuja y luego vuelve a dormir.
Rachel se ríe bajito.
—Tiene el ceño fruncido igual a papá.
—Y tus pestañas —le digo, acariciando su mano.
Reese se asoma con cuidado para verla mejor y le toca suavemente un dedo.
—Es muy pequeña.
—Y ya es amada como nadie —susurra Evans.
Nos miramos. Y en sus ojos no hay duda, ni sombras, ni tormentas. Solo luz.
Y entonces lo entiendo.
Este es el verdadero milagro.
No el nacimiento. No la llegada. Sino el renacimiento de todos nosotros. La oportunidad de empezar, de abrazar el presente con las manos llenas, sin miedo al pasado.
Mi hija duerme en mis brazos. Y yo, por fin, también descanso.
El aroma a pan quemado fue lo primero que percibí, seguido por una carcajada infantil y el suspiro frustrado de Evans en la cocina.
—¡¡Maldición!! ¡¡Otra vez se pegaron!!
Sonreí con los ojos aún cerrados. El sol entraba a la habitación en un ángulo perfecto, como si supiera que este momento no necesitaba prisa. A lo lejos, podía oír el sonido de las risas de Rachel, los pasos veloces de Reese y un balbuceo travieso que solo podía venir de Alana.
Mi cuerpo todavía recordaba el peso reciente de dar a luz, pero también sentía una ligereza emocional difícil de explicar. Como si después de todo lo vivido, el corazón hubiera encontrado una forma más suave de latir.
Me levanté, me puse la bata y bajé con pasos lentos. Y ahí estaba: mi familia.
Evans llevaba un delantal ridículo, uno que él mismo eligió que decía "Chef de l'amour", aunque la sartén frente a él opinaba lo contrario. Rachel y Reese discutían por el último vaso de jugo como si el destino del mundo dependiera de ello. Y Alana... mi pequeña Alana, en su silla alta, agitaba sus bracitos con emoción, como si celebrara todo ese caos.
—¡Mamá! —gritaron los dos mayores en cuanto me vieron aparecer.
—¡Buenos días, equipo! —saludé, pasando por detrás de Evans para robarle un beso rápido en la mejilla.
—Voy a quemar otra vez el desayuno, lo sé —dijo él entre dientes—. Pero no me juzgues. Tengo testigos de que el fuego se confabuló en mi contra.
—Claro, cariño. El fuego, el sartén y hasta la mantequilla —respondí, divertida, mientras tomaba en brazos a Alana para llenarla de besitos en la mejilla.
Rachel y Reese seguían en la guerra diplomática del jugo.
—¡¡Pero tú ya tomaste!! —gritó Rachel, indignada.
—¡¡¡Sí, pero tú agarraste el vaso más grande!!! —protestó Reese.
Suspiré, dividiendo el jugo en dos vasos iguales, como buena jueza imparcial.
—Listo. Justicia.
—¡Me gusta más la justicia mágica! —gritó Reese, brindando con su hermana mientras Rachel hacía una mueca divertida.