Moda de amor

EPILOGO

Epílogo.

Evans Collins

“Éramos dos almas rotas que aprendieron a coserse con hilos de ternura... y hoy, somos el diseño más bello que la vida pudo confeccionar: uno hecho de errores, perdón, y amor verdadero.”

Nunca imaginé que mi boda sería así.

No hubo lujos. No hubo lista de invitados interminable, ni trajes imposibles, ni flores importadas desde algún rincón exótico del mundo.

Hubo algo más importante. Algo que no se puede comprar.

Hubo hogar.

El jardín de nuestra casa estaba lleno de luz natural, de ese tipo de sol amable que se cuela entre las hojas y acaricia más que calienta. Anne había colgado luces tenues entre los árboles, y una tela de lino ondeaba con suavidad como altar improvisado. Todo olía a lavanda y pasto fresco.

Y ahí estaba ella.

Anne.

Caminando hacia mí descalza sobre el césped, con un vestido blanco de tela liviana diseñado por ella, elegante y refinado, tan hermoso como su sonrisa. Su cabello suelto caía en ondas suaves sobre su espalda, y en su mano llevaba un pequeño ramo de flores silvestres, algunas recogidas por Rachel esa misma mañana. Sus ojos me buscaron entre la emoción y la risa. Yo ya no podía respirar.

Y juro que nunca la había visto tan feliz.

A mi izquierda, Reese se removía impaciente con una cajita de terciopelo en las manos. Había practicado toda la semana y aun así seguía mordiéndose los labios. Al verlo, sentí ese orgullo silencioso que solo un padre entiende.

Rachel caminaba delante de Anne con flores en el cabello. Flores pequeñas, blancas y lilas, perfectamente enredadas entre sus trenzas. Su vestido era igual de sencillo, pero ella lo hacía brillar con cada paso. Giró a mirar a su madre con una sonrisa emocionada, como si aún no pudiera creer que todo esto estaba pasando.

Y luego estaban los demás.

Wyatt, con su típica pose de hermano protector y sonrisa torcida, tenía los ojos brillosos aunque fingía no estar emocionado. El padre de Anne, de pie junto a él, observaba a su hija con una mezcla de nostalgia y orgullo.

Y entonces la vi. A ella.

La madre de Anne. Emocionada, con los ojos rojos pero radiantes, cargando a Alana entre los brazos. La pequeña estaba tranquila, dormida, con la boca entreabierta, tan parecida a Anne que dolía.

Cuando nuestras miradas se cruzaron, me ofreció una sonrisa sincera. No de esas perfectas para aparentar, sino de las que nacen después de pedir perdón.

Un poco más atrás estaba Tag, el mejor amigo de Anne. En cuanto la vio aparecer, se adelantó, la tomó de los hombros con cariño y le dio un abrazo cálido, largo. Le dijo:

—Estás hermosa, Annie. Como siempre supe que serías en tu mejor día.

Ella se ríe con una lágrima resbalándole por la mejilla.

Y entonces… la tuve frente a mí.

Mis manos encontraron las suyas. Su pulso era rápido. El mío, desbocado. Pero en cuanto se entrelazaron nuestros dedos, todo volvió a su sitio. Todo lo que fui, lo que soy, y lo que quiero ser estaba en ese momento.

No había un cura, ni un juez. Solo nuestras voces. Y eso fue más que suficiente.

Tomé aire.

—Anne, no te prometo una vida sin caos. Pero sí te prometo ser paciente en los días difíciles, incluso cuando deje las toallas mojadas en la cama.

Todos se rieron suavemente.

Ella sonrió.

—Evans, no te prometo entender todos tus silencios, pero sí reírme, aunque no entienda tus chistes malos.

Más risas. Reese soltó un "¡eso es cierto!", que provocó carcajadas.

Continué, con la voz apretada en la garganta.

—Te prometo ser tu casa. Ser donde puedas volver. Donde puedas llorar, reír, dormir tranquila, y despertar sabiendo que alguien te ama, incluso cuando no te reconozcas a ti misma.

Anne tragó saliva. Sus ojos me suplicaban que no llorara, pero ya era tarde.

—Te prometo —dijo—, que incluso cuando me pierda, tú serás la brújula. Te prometo elegirte. Cada mañana. Aunque esté despeinada, con café derramado en la blusa y ojeras. Porque el amor, Evans también se trata de quedarse en los días comunes.

Y entonces, Reese, con manos temblorosas, nos alcanzó los anillos.

—Listo —dijo orgulloso.

Anne lo besó en la mejilla. Yo le revolví el cabello.

Cuando le deslicé el anillo en el dedo, sentí que sellaba algo que había estado escrito desde mucho antes de conocernos. Cuando ella hizo lo mismo, me temblaron las piernas.

Y en medio del susurro del viento, las risas suaves, y el sol acariciando nuestros rostros, sellamos nuestro amor con un beso.

Después hubo comida en la terraza. Wyatt llevó vino. Rachel había ayudado a decorar con dibujos suyos pegados en frascos. Reese metió los pies en la fuente y se resbaló. Tag hizo un brindis que casi hace llorar a Anne. Y Frederic, el padre biológico de Anne, le dio la mano a la madre de ella por primera vez en años.

Lloraron. Y se perdonaron.

Al caer la tarde, Elisabeth, mi madre, tomó la mano a Anne.

—Cuiden lo que tienen. No es común. No lo desperdicien. Y gracias… por hacerlo feliz.

Cuando la noche llegó, los niños dormían entre mantas y cojines en el sofá del porche, bajo las luces del jardín. Alana balbuceaba en brazos de Wyatt, mientras Tag les tomaba una foto.

Y yo tenía a Anne de la mano.

—¿Sabes? —le dije, besándole el hombro—. Este fue el desfile más importante de mi vida.

—¿Y cómo estuvo el cierre? —preguntó ella, mirándome con picardía.

La abracé más fuerte y sonreí contra su cuello.

—Alta costura emocional. Nuestra propia… moda de amor.

Anne se ríe, dulcemente.

Y así, bajo un cielo lleno de estrellas y la música suave de nuestra pequeña familia, supe con certeza que no necesitaba nada más.

Porque ese era mi hogar.

Y ella… era todo mi mundo.

AÑOS DESPUÉS…

Rachel Collins

A veces me pregunto cómo empezó todo.



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En el texto hay: destino, niños, romance

Editado: 24.06.2025

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