Modo Avion Activado

Capítulo 1

El sonido de la lluvia sobre el techo del aeropuerto era casi hipnótico.
Si cerraba los ojos, podía fingir que estaba en un spa.
Pero al abrirlos, la realidad me recordaba que estaba en El Dorado, rodeada de maletas, bocinas de embarque y la versión pública de mi propia humillación.

Mi nombre todavía flotaba en internet como un fantasma ruidoso.
“#AmaraCancelada.”
Bonito.
Suena como el título de un documental de Netflix, pero con menos presupuesto y más lágrimas.

El café que sostenía entre las manos estaba tibio y sabía a arrepentimiento.
No sé si por el azúcar o por el hecho de haberlo pedido justo después de ver mi cara en la pantalla del noticiero de farándula.
“Influencer llora en vivo tras ruptura viral”.
El tipo de titular que hace que la gente le baje el volumen al televisor, pero no la mirada.

Intenté reírme.
El problema es que, cuando lo haces sola en público, la gente asume que estás loca o borracha.
Quizás un poco de ambas.

Mi mamá me había llamado esa mañana para preguntarme si “de verdad era necesario huir”.
Yo respondí que sí.
Que necesitaba aire, distancia y silencio.
Que quería irme a un lugar donde nadie tuviera Wi-Fi ni opiniones.
Ella suspiró y dijo: “Entonces no te vayas a Medellín, hija, vete al Amazonas.”

Pero yo ya había comprado el vuelo.
No por gusto. Por impulso.
Mi terapeuta lo llamaría “reacción emocional desregulada”; yo lo llamo pánico con tarjeta de crédito aprobada.

Las luces del aeropuerto parpadearon un poco, como si incluso Bogotá estuviera cansada de tanta lluvia.
Un anuncio interrumpió mi intento de calma:

“Pasajeros del vuelo 453 con destino a Medellín, por condiciones meteorológicas adversas, el vuelo presenta retraso indefinido.”

Un murmullo de frustración recorrió la sala.
Yo me limité a beber mi café y pensar que al menos la tormenta era una buena metáfora de mi vida.

Una hora después, el altavoz volvió a hablar.
Y lo hizo con la crueldad de quien disfruta los dramas ajenos.

“Informamos a los pasajeros del vuelo 453 que, debido al cierre del aeropuerto José María Córdova, su vuelo será redirigido a Bucaramanga.”

Miré por la ventana.
Todo era gris.
El cielo, las caras, mi futuro.
Pero a esas alturas, cualquier dirección que no fuera atrás me servía.

El avión despegó en medio de la lluvia.
Las luces se apagaban y encendían con los truenos.
Yo apreté los puños sobre las rodillas y pensé que, si sobrevivía, le debía una disculpa al universo.

Treinta minutos después, la voz del piloto sonó otra vez.
Serena, cansada, como quien ya aceptó el caos.

“Damas y caballeros, informamos que el aeropuerto de Palonegro está cerrado por tormenta eléctrica. Descenderemos en San Gil. Es una medida temporal.”

San Gil.
Mi cerebro bogotano tardó tres segundos en ubicarlo.
Montañas, turismo, gente amable, empanadas grandes.
Y —si la memoria no me fallaba— una señal de internet que desaparecía cuando llovía.
Perfecto.

El aterrizaje fue brusco.
No de esos que asustan, sino de los que te sacuden la dignidad.
El aire afuera olía a tierra mojada y hojas.
El tipo de olor que solo aparece cuando el mundo se detiene.

El aeropuerto de San Gil era pequeño, cálido, y tan silencioso que se escuchaban los grillos mezclados con los anuncios.
Una empleada con impermeable azul se subió a una silla y habló por un megáfono con voz amable pero resignada:

—Pasajeros, por la tormenta eléctrica no hay paso terrestre hacia Bucaramanga ni hacia Medellín. La vía está cerrada por derrumbe. La aerolínea les ofrecerá alojamiento temporal mientras mejora el clima.

La gente empezó a murmurar, a quejarse, a hacer llamadas que se cortaban por falta de señal.
Yo solo observé.
Era raro: por primera vez en años, nadie me reconocía.
Nadie me pedía una selfie ni un consejo de vida.
Solo era una mujer más atrapada por el clima, con ojeras y una chaqueta empapada.

Un representante de la aerolínea empezó a llamar nombres.
—Pasajeros del vuelo 453, por favor, acérquense. Les asignaremos hospedaje temporal.

Me acerqué cuando lo escuché repetir mi apellido.
—Ramírez, Amara. Hospedaje rural, en las afueras.

—¿“Rural”? —pregunté, con voz incrédula.

—Sí, señorita. Hay pocos hoteles en el área, pero logramos conseguir casas disponibles tipo Airbnb. Los recogerá una van en veinte minutos.

Airbnb.
La palabra me sonó a aventura forzada.
A esa clase de decisión que uno lamenta en películas de terror.

Pero no tenía opciones.
Y quizás —solo quizás— era exactamente lo que necesitaba:
un lugar donde nadie me buscara, nadie me siguiera, y nadie esperara nada de mí.

Cuando salí del aeropuerto, la lluvia ya caía más suave, como si el cielo se hubiera cansado de hacerme bullying.
El aire era frío, limpio, y olía a algo que no reconocía: tranquilidad.

Me subí a la van junto a cinco desconocidos.
Una pareja de ancianos, una mujer con un bebé dormido, y un tipo que parecía tener una relación seria con su celular, aunque no tuviera señal.
Yo me senté al fondo, contra la ventana, viendo cómo las luces del aeropuerto se perdían detrás de la neblina.

Por primera vez en mucho tiempo, el silencio no me dio miedo.
Solo me pareció… raro.
Demasiado real.

Y mientras el vehículo avanzaba por la carretera mojada, con las gotas golpeando el vidrio como metrónomos del destino, me pregunté si de verdad esto era un castigo o si, sin darme cuenta, el universo me estaba haciendo un favor.

La carretera olía a barro, eucalipto y resignación.
Cada vez que la van tomaba una curva, el limpiaparabrisas gemía contra el vidrio, empujando gotas que parecían negarse a irse.
La tormenta no era violenta, solo constante. Persistente. Como si el cielo quisiera recordarme que el silencio también puede hacer ruido.




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