Modo Avion Activado

Capítulo 2

El olor a pan recién horneado me despertó más que el gallo del techo.
Era dulce, tostado, tibio… y completamente fuera de lugar en medio del clima gris que seguía colgando sobre San Gil.

Bajé al comedor con el cabello húmedo, la ropa prestada de mi bolso de emergencia y un estado mental entre zombie y turista arrepentida.
Elvira ya estaba allí, moviéndose con esa calma que solo tienen las personas que han hecho las paces con el desorden del mundo.

—Buenos días, niña —dijo, sirviendo café como si el cielo no llevara lloviendo dos días seguidos—. ¿Durmió algo?

—Intenté, pero la cama tiene opiniones —murmuré, sentándome frente a la ventana.

Ella soltó una risa suave.
—Aquí todo tiene opiniones: las camas, los gallos, la lluvia… hasta el gato si lo deja hablar.

Sonreí. No porque quisiera, sino porque no pude evitarlo.
Había algo reconfortante en esa forma suya de convertir lo cotidiano en compañía.

El comedor estaba más claro que la noche anterior, aunque la luz venía más de las velas que del cielo.
El aire olía a mantequilla, café y leña mojada.
Había tres tazas sobre la mesa, pero solo una ocupada: la mía.

—¿Y los demás? —pregunté.
—Se fueron temprano —respondió, limpiando un plato con un trapo—. Apenas amaneció, una camioneta del aeropuerto los recogió. Usted y el señor de la cabaña seis son los únicos que quedan hasta nuevo aviso.

Sentí un pequeño nudo en el estómago.
El tipo de nudo que no duele, pero pesa.

—¿Y la carretera? —intenté sonar casual.
—Aún cerrada, mi amor. No hay paso ni para Bucaramanga ni para Barbosa. El río creció, y los del Invías no pueden subir todavía.

Asentí, mirando el borde de mi taza.
Dos días más, mínimo.
Dos días más sin internet, sin maleta, sin control.
Dos días más conmigo misma.
Qué terror.

Elvira siguió con su rutina como si nada.
Yo bebí un sorbo de café, tratando de convencerme de que no era tan malo estar atrapada.
Hasta que escuché el ruido.

Una puerta.
Pasos en el corredor.
Ese ritmo otra vez: pausado, firme, sin prisa pero con peso.

No hizo falta que Elvira dijera nada.
Lo supe.
Él.

Lian entró al comedor sin mirar a nadie.
Llevaba una camiseta gris gastada, el cabello un poco revuelto y las manos manchadas de lo que parecía tierra o tinta.
Su presencia llenó el aire, no por esfuerzo, sino por inercia.
Como si el espacio se organizara alrededor de él sin pedir permiso.

Elvira sonrió con una naturalidad sospechosa.
—Le serví el desayuno, señor Lian. Pan caliente y café negro, como siempre.

Él asintió.
Ni un saludo.
Ni una palabra más.

Yo bajé la mirada al plato, decidida a no parecer interesada.
Pero claro, mi cerebro tenía otros planes.

“Perfecto, Amara. Encerrada con un monje rural con hombros bonitos. El universo definitivamente tiene sentido del humor.”

El silencio entre los tres se volvió denso, pero no incómodo.
Era el tipo de silencio que suena como una respiración colectiva.

Lian se sentó en la mesa del fondo, la misma esquina de la noche anterior.
Elvira servía café y pan, yo fingía que revisaba un celular sin señal, y la lluvia seguía cayendo afuera como si nada de eso importara.

Intenté no mirarlo.
Lo juro.
Pero hay una ley universal: mientras más intentas no mirar algo, más lo haces.
Era inevitable.

El gesto con el que se llevaba el pan a la boca, la forma en que sostenía la taza con ambas manos, el modo en que apartaba la mirada cada vez que Elvira hablaba… todo en él tenía una calma que dolía.
Una calma que me recordaba lo mucho que yo ya no tenía.

De pronto, Elvira rompió la quietud.
—Amara, ¿cierto? —dijo, sonriendo.
—Sí —respondí.
—El señor Lian conoce los caminos del bosque. Si el clima mejora, puede llevarla hasta el pueblo. Tal vez allá encuentre señal para avisar a su familia.

Me atraganté con el café.
Literalmente.
Tosí como si me estuviera ahogando con aire.
Elvira, sin inmutarse, me pasó una servilleta.

Lian levantó la vista.
Primera interacción visual.
No fue un gesto amable.
Fue una mirada breve, casi analítica, como si tratara de decidir si yo valía la pena o solo era ruido nuevo.

—No creo que el clima mejore pronto —dijo él, sin emoción.
Y volvió a mirar la ventana.

Su voz me tomó por sorpresa.
Era grave, clara, y sonaba a alguien que no habla mucho porque no necesita hacerlo.

—Entonces —dije, recuperando el aire y la dignidad—, no habrá señal. Qué alivio.

Elvira soltó una risita cómplice, mientras él solo arqueó una ceja, sin molestarse siquiera en responder.
Silencio otra vez.
Pero ya no era neutral.
Era… algo más.

La lluvia golpeó más fuerte las tejas.
El olor a pan llenó el aire.
Y yo me quedé ahí, con el corazón latiendo un poco más rápido de lo que la situación justificaba.

Cuando terminé el café, la lluvia seguía igual: ni furiosa ni débil.
Solo constante.
Esa clase de lluvia que no moja de inmediato, pero cala si te quedas quieta demasiado tiempo.

Elvira recogió las tazas con una paciencia que me daba envidia.
Yo me levanté despacio, intentando no hacer ruido.
No por educación, sino porque todo allí parecía exigir silencio.

Lian seguía sentado en su mesa, de espaldas a la ventana, mirando algo que no alcancé a ver.
Una libreta, creo.
Tenía un bolígrafo en la mano, y cada tanto lo giraba entre los dedos como si pensara y escribiera al mismo tiempo.

No sé por qué me quedé observándolo.
Quizás porque había algo raro en ver a alguien tan… quieto.
Tan en paz con su entorno.
Yo siempre estaba haciendo algo: hablando, grabando, planeando, fingiendo.
Y él simplemente era.




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