Modo Avion Activado

Capítulo 3

El amanecer llegó sin pedir permiso, filtrándose entre las cortinas con esa luz tímida que parece no querer molestar.
Por un segundo, me pareció que el mundo había decidido darme tregua.
La lluvia había cesado, el viento dormía y el aire olía a tierra limpia, a hojas recién lavadas.
El silencio ya no pesaba: respiraba.

Abrí los ojos despacio, tratando de acostumbrarme a la claridad.
La vela se había consumido hasta el final y solo quedaba un hilo de humo flotando sobre la mesa.
El colchón estaba frío, la manta enredada a mis piernas y mi cabello olía a lluvia vieja.
Me incorporé sin prisa, con esa sensación rara de haber dormido poco pero descansado mucho.

No hubo sueños.
Solo esa calma extraña que llega después de llorar demasiado o de rendirse ante el cansancio.
Por primera vez en meses, mi cabeza no estaba llena de notificaciones ni voces.
Solo pensamientos dispersos, suaves, casi mudos.

Me asomé a la ventana.
El paisaje era distinto.
Las montañas que ayer estaban ocultas por la niebla ahora se dibujaban nítidas, verdes, enormes, respirando humedad.
El cielo todavía tenía parches grises, pero en el fondo, un rayo de sol se atrevía a asomar.
Un intento torpe de claridad, pero claridad al fin.

Respiré hondo.
El olor a café subía desde el comedor.
Me puse una chaqueta, aún húmeda del día anterior, y bajé las escaleras en silencio.

Doña Elvira estaba de regreso.
Llevaba el cabello recogido, una bufanda color vino y un delantal con flores bordadas.
La encontré frente a la estufa, removiendo una olla humeante.
—Buenos días, niña Amara —dijo sin volverse—. Hoy sí nos salió el sol, aunque tímido.

—Por fin. Creí que iba a necesitar branquias —respondí, todavía medio dormida.

Elvira rió bajito.
—Aquí las lluvias son así: intensas, pero no eternas. ¿Durmió bien anoche?

Me quedé pensando.
Bien no era la palabra exacta.
Pero tampoco mal.
—Digamos que sobreviví —contesté.

—Eso ya es algo. —Sirvió café en una taza de peltre—. A veces sobrevivir es el único plan posible.

Tomé la taza entre las manos.
El calor del café me devolvió un poco de vida.
Elvira siguió moviéndose con su ritmo lento, casi musical.
En ese lugar, hasta el silencio tenía cadencia.

—¿Y el señor Lian? —pregunté, fingiendo indiferencia.

—Se levantó antes de que amaneciera —respondió ella, sin girarse—. Siempre lo hace. Va al río, creo. Dice que el ruido del agua le ordena las ideas.

Por dentro sonreí.
Claro, el hombre del silencio también tenía sus rituales poéticos.
Mientras yo apenas lograba no tropezar con mi propia torpeza existencial, él seguramente estaba componiendo una oda al barro.

Salí al corredor.
El aire era fresco, el suelo todavía húmedo, y el sol, aunque débil, calentaba la piel lo justo.
El mundo olía a renacimiento.

Caminé despacio hasta el borde del patio, donde el camino descendía hacia los árboles.
Allí estaba él.

No necesitaba acercarme para reconocerlo.
La postura.
Los hombros rectos.
La calma.
Lian estaba de pie junto al río, con las botas hundidas en la orilla y una libreta en la mano.
El agua le llegaba hasta los tobillos y reflejaba su silueta como un dibujo a medio hacer.
Parecía fuera del tiempo.
O quizá él mismo era parte de ese paisaje.

Me quedé observándolo desde la distancia, intentando entender qué me atraía tanto de esa imagen.
No era deseo, al menos no todavía.
Era… curiosidad.
Esa necesidad infantil de tocar algo solo para saber si es real.

Elvira apareció detrás de mí, con un plato de pan caliente.
—Llévele un poco, que a veces se le olvida comer —dijo, extendiéndome el plato con naturalidad.

—¿A mí? ¿A él? —pregunté, disimulando la sorpresa.

—A él, claro. Usted come hasta cuando no tiene hambre —respondió con esa sonrisa sabia que dan los años.

No tuve cómo defenderme.
Tomé el plato y bajé el sendero con cuidado, esquivando los charcos.
Cada paso era un pequeño ruido contra el silencio del lugar.
Cuando estuve a unos metros de él, el agua me salpicó los tobillos y me obligó a frenar.

—Elvira dice que olvida comer —dije, sin pensar, solo para romper el aire denso.

Lian giró despacio, levantando la vista de la libreta.
El sol, reflejado en el agua, le daba un brillo extraño a los ojos, como si fueran de dos colores a la vez.
No dijo nada enseguida.
Solo me miró, evaluando si mi presencia era una molestia o una coincidencia inevitable.

—No lo olvido —respondió al fin—. Simplemente no lo disfruto tanto como antes.

Me encogí de hombros.
—Pues comer pan caliente debería ser un acto de fe. —Le tendí el plato—. Al menos pruébelo, o Elvira pensará que me caen mal sus milagros de harina.

Lian dudó un segundo, pero tomó un trozo.
No lo hizo por educación.
Lo hizo porque entendió que insistir sería más trabajo que aceptar.
Le dio un mordisco pequeño, sin dejar la libreta.

—¿Satisfecha? —preguntó, con ese tono plano que ya me parecía su marca registrada.

—Le daré una puntuación cuando vea si sobrevive a la digestión.

Él apenas arqueó una ceja.
—Tiene respuestas para todo.

—Solo para las preguntas que no me hacen.

El silencio volvió, pero distinto.
Menos denso.
Casi cómodo.

Lian regresó la vista al agua.
La corriente bajaba rápida, reflejando los destellos del sol.
A un lado, una rama arrastrada por la lluvia se atoró entre las piedras, girando sin poder avanzar.
Él la observó un momento antes de hablar:
—No todas las cosas que se quedan quietas están rotas.

No supe si hablaba del río o de mí.
Quizás de ambos.

—A veces quedarse quieto también es una forma de seguir —dije.




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