Antoine se recostó en el simple colchón que pertenecía a su madre en aquel pequeño dormitorio, con paredes blancas y sólidas, aquellas que nadie lograría derrumbar.
Aun no tenía suficiente dinero para comprar una cama decente, y eso era lo que le preocupaba.
¿Qué iba a hacer ahora? ¿Qué tal si sus historias no eran tan buenas como para vivir de ello?
"Si estas paredes hablaran, la voz de Amelié saldría de ellas, diciendome que todo estaría bien. Me tomaría en sus brazos y no me culparía por todo lo que estaba pasando a mi alrededor. Le traería calor a mi pecho, y luz a mi vivir"
Diablos, estaba pensando en eso de nuevo.
Estaba pensando en su madre, recorriendo los pasillos de aquel pequeño apartamento, con sus hermosos tacones altos color azul y aquella sonrisa que era lo único que Antoine había logrado conservar.
Era lo único que no se había llevado con ella aquel nueve de Julio, donde su vida se apagó, mientras su corazón dejaba de latir.
Antoine Bonheur se hundía en la incertidumbre, no sabía si era bueno revivir aquellos recuerdos, aquellas viejas heridas.
Entonces sintió como su corazón se aceleraba, mientras un fuerte dolor de cabeza se apoderaba de él.
No quería sentir más dolor. Quería librarse de las ataduras que él mismo había creado.
Pero no podía. Porque él no había causado el dolor en el pecho, en la cabeza o la horrenda sensación de manos temblorosas.
Y ahora, para colmo, sentía que la madre de su novia no iba a ser precisamente la mejor compañera de casa.
Hasta ahora, Nathalie sólo había interactuado con él una vez y ni siquiera lo había hecho bien. Ni su nombre sabía.
Respiró hondo, tratando de adormecer los estremecedores gritos de su corazón, que amenazaba con salirsele del pecho y emprender otros rumbos sin él.
Sus ojos grises se conectaron con el frío techo blanco, que le daba una sensación de tranquilidad, pero a la vez de angustia.
Luego pensó en lo que su madre diría de Lorraine. Diría que era una chica maravillosa, con enigmáticos ojos igual de oscuros que la noche, y una de las más dulces sonrisas.
Y por supuesto, el muchacho no había mentido cuando le había dicho a Nathalie que Lorraine era el ángel que ahora lo protegería. Caray, era verdad. Todo lo que él decía siempre era verdad.
Todo lo que tuviera que ver con la chica del lazo azul.
Luego, pensó en la carta que le había entregado a Lorraine, esa que aun no había leído.
Recordó las incontables noches de desvelos, donde su alma buscaba frenéticamente las palabras para decirle cuanto la amaba, cuanto la necesitaba a su lado en ese momento, en todos los momentos de su vida.
Recordó también aquellas semanas que pasaron sin hablarse por el tema de Cosette, recordó cómo practicó el pedirle perdón, para luego darse cuenta que las casualidades del destino los habían vuelto a juntar aquella tarde en la Rue Rouge, despúes de que la tonta Julieta le informara que poseía un localizador.
Otra de las cosas que le molestaba era el localizador, ya era bastante dificil sentirse observado por todos en las clases de teatro cuando olvidaba sus lineas o las náuseas amenazaban con volver.
Porque Antoine Bonheur había aprendido que las miradas pueden expresar muchas cosas. Te pueden estremecer, enamorar, enloquecer. Pero lo que es más importante, te pueden hacer sentir inseguro. Incluso culpable, culpable de cosas que no tienen nada que ver con tu alma.
Porque Antoine sabía muy bien que con sólo una mirada, podías perderlo todo.
Pensó en todas sus otras cartas, que serían más fuertes que la muerte misma. Pues Lorraine Bellerose podría perderse en sus pensamientos todas las veces que quisiera, en donde quisiera. Podría perderse en su puño y letra cuando se sintiera triste, cuando todo en la vida amenazara con derribarse, ella no lo haría.
Porque el amor que Antoine Bonheur sentía por ella era incapaz de derrumbarse.
Sólo las cosas débiles lo hacían, y aquel amor era tan fuerte como el fuego, tan delicado como el pétalo de una rosa y tan profundo como el mar.
Miró por la ventana de su habitación. Las gotas de lluvia empezaban a caer, formando hileras contra el cristal.
Le encantaban los días lluviosos porque era cuando más se inspiraba.
Una ola de inspiración lo cubrió, mientras maquinaba en su mente lo que haría mañana.
.....
-Toc toc. -dijo el aspirante a escritor-
Estaba entrando a la habitación de su querida actriz.
Apartó con cuidado la seda que colgaba del dosel mientras decía:
-¡Feliz cumpleaños, princesa!
-¿No crees que es muy temprano para eso?. -dijo ella, rascandose los ojos mientras una sonrisa descansaba sobre sus labios-
-Nunca es tarde para decirte cuanto te amo, querida actriz.
Y sus manos se encontraron, por primera vez en días.