POV: ZAI
Los rayos de sol que se colaban por la ventana de la cafetería eran el recordatorio del clima cálido que gobernaba la estación.
Sus carcajadas eran parecidas a la de una hiena riéndose de las desgracias de la presa del enemigo, esos animales eran carroñeros, esta persona era igual de insufrible.
— ¿Puedes dejar de reírte Antho?— pregunté tomando otra cucharada de mi postre— Tu existencia suele molestarme, pero aún más cuando soy el motivo de tus chistes sin gracia.
—Aún no puedo creerlo— comento, aun sonriendo.
—Tenemos hablando de este tema, semanas— dije cerrando mis puños en la mesa— Y tú no me dejas olvidarlo.
— ¡Cuéntame de nuevo todo!—pidió uniendo las manos.
Su piel morena le sonreía al sol, sus ojos y cabello castaño eran igual de preciosos que la madera joven de un roble. Sus rasgos finos iban a juego con su personalidad impenitente.
— ¿Cuántas veces cae un General del cielo?— pregunto.
Yo me hacía la misma pregunta, esperaba que aquella circunstancia fuese la única en años.
—Espero que muy pocas veces, mi paciencia quedó afectada.
—Dime la verdad— colocó sus codos en la mesa y se reclinó — ¿No hubo alguna interacción que involucrara el contacto piel con piel?
—No me interesa— comencé a reclamar.
—A ti no te interesa nada— interrumpió mis palabras—Me contaste que el General ojos lindos estuvo mirándote con ganas de saltar encima de ti y comerte en cuestiones de segundos.
—Deja de ser tan vulgar —reclame, intentando que mi voz no saliera con fuerza.
—Por el amor al cielo, Iza.
—Él me llamo igual, comenzaré a odiar ese apodo—apunte, molesta— Llámame por mi nombre, Zai.
—¿Lo odias tanto?
—No lo odio, odio muy pocas cosas en mi vida— admití— Odiar involucra energía que no tengo.
Antho frunció los labios en gracia. No me creyó cuando le comente que no había pasado nada entre aquel hombre y yo.
— ¿No tienes calor?— preguntó mirando el vestido que utilizaba.
—¿Por qué lo mencionas?
El vestido que hoy utilizaba era de un color azul celeste, con un escote en forma de corazón que carecía de mangas y dejaba al descubierto mis hombros. No tenía caída que maravillarse, era solo un vestido con algunos pliegues en su falda y una capa color blanco, que hacía juego con los guantes que llegaban hasta los codos.
— ¿No crees que es demasiado?—pregunto cruzando los brazos— ¿Demasiado para el calor y mucho para ser profesora en una escuela pública?
—¿Hay algún problema?
—Tus vestidos suelen costar lo que valdría un caballo de raza.
—No te pido dinero, así que mantén tu boca cerrada— demande poniéndome de pie y dejando algunos billetes en la mesa.
Avance tomando mi pequeña cartera de mano y las carpetas que estaban apartadas de la mesa que contenía nuestro postre. Mis pasos fueron ligeros cuando le di la espalda a Antho.
—Cuídate, no hagas que tu diario sea testigo de un nombre más— pidió.
Decidí ignorar como sus ojos me seguían y mis pasos se escuchaban en el pasillo del restaurant.
Mis trancadas eran únicamente susurros en el ruido de la ciudad de Bronwyn. Mi inquieto cabello se vio detenido cuando coloque un sombrero de un mediano tamaño, era de un blanco perla como el accesorio que adornaba mi garganta.
Mi montura me esperaba con paciencia en una caballeriza cercana al lugar.
—Profesora— observé a un hombre de mediana edad saludarme— Puntual como siempre.
—Señor Richards —, salude con un gesto amable, mientras le sonreía tenuemente— Es un placer mirarlo.
Traía en mano a mi corcel, su pelaje blanco relucía como ninguno contra la silla de montar negra.
—Hasta luego— me despedí. Montándome en el caballo.
Con firmeza sostuve sus riendas y sin necesidad de golpearlo, ordene que avanzara. El galope fue rápido para recompensar el tiempo que me había permitido con Antho y su facilidad de ponerme de mal humor.
No sabía si Antho tenía suerte de tener mi cariño o yo tenía suerte de tener a Antho. En ambos casos, ambos éramos personas que se adoraban, pero nunca admitirían estar equivocados.
La claridad que adornaba los techos coloridos de los pueblos alrededor de las ciudades principales siempre solían impresionarme, sin importar de qué color estuvieran teñidos con el comenzar del amanecer siempre había una ligera inclinación al color rojizo.
Aunque este no fuese el caso, el amanecer había ocurrido hace mucho y mi tardanza se estaba siendo notoria cuando escuche las campanadas de una iglesia local.
—Corre o llegaremos tarde— le comente a mi amigo— Se supone que soy una adulta responsable.
Él no dudó en avanzar con valentía entre las zonas verdes que había tomado como atajo. Sin poder medirlo y anticiparlo, la carcajada brotó de mí, sucedió cuando mi sombrero casi sale de mis manos en una ráfaga de aire.
Tenía manos ágiles cuando se trataba de reflejos.
Escuché una multitud a la distancia, las pequeñas voces me hicieron sonreír al recordar que eran ellos eran el motivo de mi oficio. Mi trote se vio calmado cuando me aproxime hacia las dos grandes edificaciones que adornaban el gran terreno.
Conectados entre sí, el orfanato Lucian Remi tenía el nombre de su fundador, era el edificio más grande entre los dos. Constaba de 175 habitaciones divididas entre tres plantas, para respaldar a niños desamparados, familias en estado crítico, emigrantes o forajidos. El gran edificio estaba pintado de un color blanco y las rejas negras que protegían el lugar estaban abiertas, había murales que adornaban todo el edificio.
Muchas de aquellas pinturas habían sido actividades de las maestras que instruyen en el segundo lugar. Era una gran escuela pública, su donador era un secreto para todos excepto para la directora del lugar.
El lugar tenía dos pisos y un amplio patio de juegos que se utilizaba para el recreo de aquellos estudiantes.