1
Pasaron treinta minutos desde que dejaron atrás la señal y el poste de luz. Se sentía más calor y el auto levantaba demasiada tierra.
—¿Cuánto falta? —preguntó Ricardo.
—Como treinta minutos —dijo alegremente el policía mientras observaba por el retrovisor.
—¡¿Qué?! —preguntó Ricardo exaltado.
Zoé le dio un golpe en el brazo.
—Ten más respeto —masculló.
—Debes ser más paciente —dijo seriamente el policía mientras lo miraba fijamente por el retrovisor.
Ricardo se puso pálido y tragó saliva.
Zoé lo volteó a ver con un poco de preocupación y Santiago hizo lo mismo.
2
Pasaron veinte minutos.
Ricardo abrió los ojos y miró por su ventana. Después de un minuto tocó dos veces el hombro de Zoé.
—¿Que? —preguntó ella un poco disgustada.
—Mira —le dijo sin apartar la vista de la ventana.
Ella se acercó un poco a la ventana de Ricardo y vio como a lo lejos se extendía el pueblo de Monte Cristo a través del rio.
Quiso despertar a su hermana, pero decidió que era mejor no molestarla.
Se acercó un poco más a la ventana quedando a unos diez centímetros de Ricardo. Este se maravilló de como el rio y la arbolada combinaban con el pueblo, luego volteó a verla. Su rostro estaba iluminado, su brillo lo provocaba la luz que entraba por la ventana y en su color de piel morena clara se miraba fantástico. Bajó la vista sin querer y vio como sus pechos sobresalían de su blusa verde oscuro a tirantes, se ruborizó y su rostro pasó de blanco a rojo.
Santiago, que también miraba por el parabrisas asombrado vio de reojo como Ricardo miraba a su novia. Zoé se dio cuenta y rápidamente regresó a su lugar.
Ambos tragaron saliva.
—Lo siento —dijo Ricardo apenado.
—No hay problema —dijo ella ruborizada.
Santiago miraba hacia el frente.
Ricardo volvió a ver hacia su ventana y al bajar la mirada vio que había un puente pequeño de madera sobre el rio que según él no media más de 3 metros de largo.
Pasaron diez minutos más y la imagen del pueblo se hacía cada vez más clara.
Pasaron un enorme puente de metal que se extendía tres kilómetros. A lo lejos se veía un enorme muro color negro, parecía la parte trasera de un castillo.
Al acercarse más, los chicos se dieron cuenta que era más grande de lo que aparentaba. Ricardo alcanzó a apreciar dos puertas de madera, un poco de planicie con césped que se veía más oscuro por la sombra del muro y otro puente con las mismas características que el anterior, pero este tenía un pequeño bote, parecía una lancha.
Pasaron una curva que rodeaba el muro y la imagen del pueblo desapareció. Todo se quedó en oscuridad por la altura del muro, eso inquietaba a los chicos, menos al policía que seguía masticando su chicle con su cara alegre.
Acabaron de rodear el muro, atravesaron el espacio de una cerca de malla donde antes estaba una puerta y vieron que el castillo era más atemorizante de frente.
El edificio estaba completamente rodeado por una barda de piedra de ocho metros de alto y apenas se alcanzaba a apreciar el edifico que albergaba, esto por la distancia que había entre los muros y el edificio, pero claro, el edificio era más alto, mucho más alto.
—¿Qué es ese lugar? —preguntó Santiago con curiosidad.
—Era una clínica para dementes —dijo el policía con voz seria—. Pero fue cerrado hace años por unos problemas con los trabajadores —agregó.
—Escalofriante —masculló Ricardo.
Pasaron por la entrada del lugar, la cual era una reja gigante de acero que se abría de par en par y vieron lo impactante que era el edificio.
Había demasiadas ventanas como para ser contadas y una puerta grande de madera que poco se alcanzaba a apreciar por la fuente que se encontraba en medio.
Abigail abrió lentamente los ojos, levantó la vista y vio el edificio, al hacerlo apretó el brazo de su hermana y empezó a temblar.
Zoé sintió este apretón y vio a su hermana.