Monte Cristo: El Inicio Del Carnaval

LA VERDAD SEA DICHA: PRIMERA PARTE

La habitación estaba oscura, los chicos caminaban con precaución, mientras que el señor veía hacia la calle por la ventana tapada por una gruesa cortina.

Una luz se encendió al fondo de la habitación. Los chicos se miraron entre sí como si se preguntaran mentalmente si era seguro entrar y momentos después caminaron hacia la habitación.

Al entrar, vieron a una señora sentada en una silla.

—Los estaba esperando —dijo con una sonrisa.

La señora llevaba una camisa manga larga a cuadros, unos vaqueros azules y unas botas color café.

—Siéntense —dijo el señor entrando al último.

Los chicos se sentaron alrededor de la mesa, observaban con detenimiento a la señora, quien tenía a su lado un canasto con hilos y sobre ellas había una aguja grande.

—Recibiste mi carta, ¿verdad? —preguntó de pronto la señora

Zoé se quedó pasmada un momento, la miró con más detenimiento.

—¿Fue usted? —preguntó con intriga. La señora empezó a reír.

—Si querida, fui yo. Me llamo Emilia Córdova y él es mi esposo Teodoro Lombard —exclamó—. Aunque fue difícil, ya que Andrea de la Cruz está vigilando la casa.

—¿Quién? —preguntó Zoé.

—Andrea de la Cruz, la señora que vive frente a tu casa. Los ha estado vigilando desde que llegaron —dijo con voz tranquila— Además, tu amigo de lentes sabe un poco más sobre ella ¿o no chico? —preguntó refiriéndose a Ricardo.

Zoé volteó a verlo con intriga.

—¿Sabías de ella? —preguntó con algo de ira.

—N…no —dijo tartamudeando—. Solo vi su foto en un viejo libro de la historia del pueblo.

—El cierre del hospital —dijo la señora Emilia con voz tranquila.

—¿Qué sabe sobre eso? —preguntó Ricardo.

—No puedo decirte mucho. Lo que se, ya lo has leído en ese libro muchacho. Lo que si les puedo asegurar es que, desde que ese hospital cerró, las cosas solo se pusieron peor, comenzando con esa tal Andrea —dijo con voz lúgubre.

—¿Y sabe algo de mamá? —preguntó Abigail.

Zoé tocó su hombro, sentía que no tenía la fuerza para decirle la verdad, pero debía hacerlo.

—Abigail, mamá…está m…muerta —dijo sollozando.

Los chicos se quedaron en silencio. Abigail se tapó con ambas manos la boca, las lágrimas empezaron a bajar por su mejilla, luego se recargó sobre el hombro de su hermana.

—¿Cómo… pudo… pasar? —preguntó entre sollozos.

—Estaba ahorcada en el armario de su cuarto —respondió—. Parecía que llevaba días ahí —agregó con tristeza.

—¿Cómo pudieron hacerle eso? —gritó Santiago.

—Baja la voz —ordenó Don Teodoro. Santiago tragó saliva y luego pidió disculpas.

—Como usted dijo…ella tenía muchos enemigos —dijo Zoé con tristeza.

—Tenía muchos enemigos —volvió a decir Doña Emilia asintiendo con la cabeza —. Yo era una de esas personas, era la cuartada perfecta. Decía odiarla en público, pero en el fondo éramos muy buenas amigas. La veía en secreto, pero con Andrea vigilando, no era tan frecuente como hubiera deseado —dijo con una sonrisa compasiva.

—¿Qué más puede decirnos de ella? —preguntó Zoé.

—Bueno, recuerdo que ella hablaba con frecuencia sobre ustedes dos —dijo señalando a Zoé y Abigail—. Me dijo que había cometido un terrible error. No me dijo que, pero que estaba arrepentida y estaba dolida por haberlas mandando lejos. Todos los días se sentaba en el comedor de su casa, con una mirada orgullosa, retando a la señora Andrea, quien esperaba a que bajara la guardia.

—¿Bajara la guardia?

—Sí, ella se sentía acechada pero no solo por la señora Andrea, si no por algo más siniestro, algo que sentía, le carcomía el alma.

Los chicos tragaron saliva.

—Dos meses antes de que ustedes llegaran, estuvo más activa que nunca.




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